Vacaciones en el paraíso

Vacaciones en el paraíso

Llegamos a Tumbes en el primer vuelo de la mañana. En el estacionamiento nos esperaba un minibús con el que iríamos al hotel en Punta Sal. Al subir noté a una pareja de adultos mayores sentados justo detrás del chofer, que parecían tener perdida la vista hacia el frente; ansiosos por llegar a nuestro destino, supuse.

Dos horas y media de viaje después llegamos a una entrada bastante retirada del mar. Desde la tranquera hasta el hotel recorrimos unos diez minutos más de camino, en su mayoría desértico, en donde se podía apreciar espacio para construir al menos unos cien bungalows más.

El lugar era muy bonito. El hotel tenía una gran piscina justo frente al mar, varios restaurantes y un par de bares abiertos casi todo el día, y también una pequeña discoteca. El “todo incluido” definitivamente tenía sus ventajas.

Romina se dio cuenta de que nuestro brazalete de plástico no era igual al de otros visitantes. El nuestro era naranja. Habían otros azules, negros y creo haber visto alguno de color dorado. Luego de instalarnos en la habitación fuimos a almorzar.

– Aquí tiene su bebida señor. ¿Se le ofrece algo más?

– No, gracias -le dije al barman, quien me sonrió extrañamente.

– Gracias amor. ¿Y tú, no vas a tomar nada? -me dijo Romina.

– En un rato más… -suspiré, entregándole la limonada.

– Seguro que te llenaste. Te dije que no comieras tanto… ¿Y si vamos a la playa más tarde? Así tomo un poco de sol.

– La brisa me está dando un poco de sueño.

– Bien, entonces vamos a descansar un rato y luego ¡a la playa!

Descansamos una hora y luego nos dirigimos a la playa, que estaba a un par de minutos a pie desde nuestra habitación. En nuestro recorrido las escenas que vimos al llegar se repetían: familias disfrutando del sol y de los restaurantes, parejas sonrientes, varias personas de edad contemplando el mar, y muchos empleados del hotel. Ahora que estábamos más despiertos nos dimos cuenta de que los empleados eran más que amables. Demasiado, diría yo.

– ¿Todo bien por aquí? -nos dijo una azafata, quien de reojo observó el color de nuestros brazaletes.

– Sí señorita, ¿dónde conseguimos toallas?

– En el estante al lado de la piscina. Sólo anótese allí señora, indicando el número de su habitación puede tomar la toalla.

En la piscina, en la parte menos profunda, estaban dando clases de baile y el público parecía muy entretenido.

– ¡Oye! -recibí un codazo- ¿A quién estás mirando?

– ¡Hey! Eso dolió.

– Claro, seguro quieres ir donde esa bailarina siliconeada ¿no?

– Ay amor. Estaba viendo los pasos… Además tú eres la más sexy del hotel…

– Así que ella te parece sexy ¿no? -y salió corriendo hasta la orilla. Al alcanzarla me tumbó en la arena.

– No la estés mirando mucho ¿ya?

– Ok, amorcito -y la besé.

El día siguiente tratamos de ocupar nuestro tiempo en las actividades que ofrecía el hotel. En la noche fuimos a la discoteca, en donde había un nutrido y muy variado público disfrutando de la música. Aunque algunos empleados parecían hablarse entre ellos, mirándonos en más de una ocasión con especial interés. Preferí no preocupar a Romina.

Luego del desayuno de nuestro tercer día, decidimos sentarnos un rato en la terraza principal. En eso una joven se nos acercó. Primero nos entregó una encuesta sobre nuestra opinión del servicio en el hotel y luego nos preguntó si nos gustaría volver otra vez. Le dijimos que sí. Nos convenció de ir a una sala especial, en donde se estaba desarrollando una promoción “única”, y que teníamos la suerte de estar invitados.

En la sala había unas diez mesas, de las cuales al menos ocho estaban ocupadas por clientes y personal del hotel.

– Bien. Buenos días. Mi nombre es Orlando. Tomen asiento por favor. Beban un poco de agua, los veo sedientos. Agradezco que se hayan tomado el tiempo de venir. Les prometo que no se arrepentirán.

Bebimos un poco. Luego de un largo monólogo nos convenció de que no había mejor lugar en el mundo para vacacionar que este hotel, así que firmamos un contrato y pagamos la membresía anual. En mi cabeza sabía que algo andaba mal, pero no podía pensar con claridad. Cuando noté la alegría desbordada de Romina vi que tenía la mirada extraviada, pero no le dije nada, yo solamente podía sonreír.

Abrieron una botella de champagne y brindamos muy felices, mientras nos colocaban nuevos brazaletes, esta vez de color dorado. Nos tomaron fotos. Lo sentimos como un momento muy especial.

Saliendo de aquella sala sentí que todo daba vueltas y caí desmayado. Me desperté en el camarote de una pequeña habitación.

– Por fin despertaste -dijo Orlando- hoy es el primer día de tu nueva vida. Te dejo aquí la copia del contrato que firmaste ayer. Léelo.

– ¿Qué hago aquí? ¿Dónde está Romina?

– Ella está en buenas manos -me dijo con una sonrisa burlona.

Doblado sobre una silla estaba un uniforme del hotel. Tenía mi nombre en él. Busqué mis cosas. No tenía nada conmigo. Entonces leí el contrato:

“…A partir de hoy me comprometo al servicio ininterrumpido en este hotel y a reclutar a treinta nuevos clientes VIP para el brazalete negro y a diez nuevos empleados para el dorado. Si no se cumplen estas condiciones el contrato será extendido un año más…”

– ¿Qué broma de mierda es esta?

“…Juro cumplir fielmente las órdenes y reglas del hotel…

…cualquier intento de escape será castigado ejemplarmente…”

El contrato tenía muchas cláusulas, habían pensado en todo. Intenté escapar esa misma noche para pedir ayuda, pero me detuvieron en medio del desierto. Me vi forzado a convertirme en un empleado más durante tres largos años. Nunca dejé de buscarla, pero ante mis preguntas obtenía amables negativas envueltas en sonrisas falsas.

Por fin hace unas semanas me liberaron. Mi única compañía era el maldito brazalete dorado, que aún conservo.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS