Me molestaba. No podía con él. Sería su peso o su sonido metálico al golpear la mesa. Era un incordio. No sé qué debe pensar Ana de todo esto. Que me lo merezco supongo. Doscientos cincuenta euros a la basura. ¿Cuántas veces habré llamado al dichoso restaurante para ver si estaba allí? ¿Seis? ¿Ocho? Me he dado por vencido cuando he conseguido hablar con el camarero que nos atendió, ese del tatuaje en el cuello que no paraba de decir mientras nos servía los platos «¡Qué mala pinta tiene esto!». El capullo seguro que sabe que fue la voz de mi conciencia cuando dijo al otro lado del teléfono «cabrón, te acababas de casar, que poco te ha durado». El silencio de Ana ha sido lo más duro. Cuando la he llamado para confirmar por fin que no tenía ninguna esperanza de encontrar el anillo, que habría acabado envuelto entre servilletas y desperdicios de comida. Dijo «ya…que pena». Sentencia. Qué demonios debe estar pensando de mí. Qué jodido idiota.

Dos días más tarde de perder el anillo de bodas, tengo que viajar por trabajo a Kinshasa, en República Democrática del Congo. El avión sale a las seis de la mañana de Madrid, así que me tengo que pegar un madrugón bestial, de esos que te hacen envejecer unos días del tirón. El vuelo en el que viajo tiene conexión a internet y cuatrocientas películas, algunas de ellas muy recientes que de veras quiero ver pero por alguna razón no lo hago, y mi mente se pone a divagar. No tengo ninguna gana de llegar a mi destino y enfrentarme a lo nuevo pero a la vez viejo conocido otra vez. Nunca he estado en Kinshasa ni en ninguna otra parte de Congo, pero sé lo que me espera. Tendré que hacer lo de siempre: una evaluación del suministro médico en campos de refugiados. Esto así contado suena interesantísimo. Estoy seguro que en muchos lugares de occidente, con sus conciencias y vidas encasilladas, esta vida garantiza admiración y follar mucho. Sin embargo estoy harto de todo esto. En algún momento perdí la motivación y empecé a verlo todo repetitivo y agotador. Cada vez que viajo por trabajo, me veo envuelto en una vorágine de despersonalización que está a punto de destruirme, y me juro a mí mismo que será la última vez.

Paso dos días en Kinshasa, inmerso en la burbuja del barrio de La Gombe. Instituciones gubernamentales y complejos residenciales para el personal expatriado. Nada representativo del Kinshasa real, y mucho menos del Congo. El trabajo es como anticipaba: el personal local me pone sobre la mesa sus problemas, no para de quejarse y parece que me culpa de algo que ni siquiera conozco. El pecho está a punto de estallarme. También, en privado, se apuñalan los unos a los otros. Me abstraigo de sus berrinches. La mayoría de sus luchas, me digo, no son mías.

La segunda noche el hotel organiza un evento para promocionar una cerveza local, la Mützli. Pagando cinco dólares se tiene derecho a cena y barra libre de cerveza. Por supuesto que no dejo escapar esta oportunidad tan barata de emborracharme. Me encuentro con compañeros que he conocido hoy en la oficina. Gente simpática, sorprendentemente positiva. Así era yo hace unos años. ¿Dónde me dejé esa motivación? También revolotean en el ambiente las clásicas prostitutas en busca de carne blanca expatriada. En realidad, si uno no abandona nunca La Gombe puede caer en el error de creer que todas las congolesas de Kinshasa son o bien camareras o bien prostitutas. Me aseguro de que tomo suficiente cerveza y carne para compensar el precio de la entrada.

A los dos días de llegar a Kinshasa, viajo a la ciudad de Gbadolite, en la frontera con la República Centroafricana. Desde el avión, o más bien desde la versión aérea de un autobús-tiene unas quince plazas y cada 45 minutos aterriza en algún lugar a dejar y recoger a gente o a repostar- veo el gris reflejo vidrioso del río Congo y el despertar de las dos ciudades que separa, Kinshasa y Brazzaville. La sensación de que el paisaje no ha cambiado desde la época colonial y la bruma intensa de la mañana-si hubiera habido algo de sol, habría estado a punto de despuntar- dan la impresión de que la vista desde la avioneta es un plano en blanco y negro de alguna película de época. Se me taponan los oídos y luego se me destaponan.

En Congo el amanecer empieza pronto. Docteur André (pronúnciese «Docter»), que me acompaña siempre en Gbadolite, sostiene la teoría de que la hora en Congo está mal ajustada, y el país no está adaptado a su verdadera franja horaria. Se siente uno extraño cuando al ser despertado a las cinco de la mañana por el calor pegajoso o una pesadilla producto del estrés, se encuentra en el cielo una luna brillando con violencia frente al sol ascendiendo en una senda vertiginosa hacia su zenit. El día se activa con la velocidad de un interruptor. Luego, por las mañanas al enfrentarme al espejo me invade una sensación esquizoide mientras me lavo la cara con mi caro jabón de laboratorio francés, me aplico el crece pelo con extractos de lechuga y me pongo bajo los ojos una crema anti edad justo antes de salir a visitar un campo de refugiados, en donde la gente no tiene asegurado más que un almuerzo al día, no existe la electricidad y se vive con una media de dos litros de agua diarios. También da tiempo a que se me cuelen entre las sienes, como por una rendija, Ana cantando bajo la ducha y esa parte que hay entre el final de su culo y el comienzo de sus muslos. Y el maldito anillo, que siempre está ahí tomándome el pulso. Encima no me queda otra que sentirme gratificado por el pensamiento que atraviesa en esos momentos de forma fugaz y cada mañana mi córtex cerebral: soy gilipollas.

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