Mientras todos parecían ir con prisa yo solo miraba un horizonte inundado de montañas. Aquellas que para otros eran vulgares, a mí me resultaban incluso magnéticas, mientras el velado azul se iba transformando en espesos verdes de difícil tonalidad.

No recuerdo a la velocidad que circulaba, pero sí mi ritmo cardíaco y mi ansia por llegar a lo que en realidad me causaba desasosiego. También las llamadas de atención cada vez que un vehículo me adelantaba. Algo impedía que mi pie empujase el acelerador.

Por una parte, aquello que anhelaba se encontraba en el lugar preciso, bajo una cascada de incisivas aguas, pero, por otra, después de cuarenta años, tal vez, ni ella ni yo, fuésemos los fogosos y apasionados chicos que hiciésemos el amor bajo su envolvente influencia.

He de reconocer que yo me encontraba bien, seguro de que ni mi juventud ni mi atractivo se había esfumado. Solo me fallaban los reflejos y la vista a la hora de conducir, pero, por lo demás, mantenía bastante pelo y las canas las podía disimular con solvencia. Era ella la que me preocupaba; no quería ni pensar en que hubiese cambiado. Que ya no fuese la belleza personificada en un cuerpo perfecto.

Cuando quise darme cuenta ya estaba en el interior del parque natural y la frescura me llevó a parar el coche en el primer rellano que pude. No bajé. Cerré los ojos y me dispuse a visualizar lo que con toda probabilidad me iba a encontrar. Me convencía a mí mismo de que el encuentro sería emotivo. Además, después de mi divorcio, tampoco es que hubiese tenido muchas oportunidades, así qué, pensé ¨la amistad es lo más importante¨.

Tampoco sabía de su estado civil; posiblemente estuviese casada, separada o divorciada como yo. Incluso viuda. Hasta cabía la posibilidad de que no se hubiese casado nunca. La carta, que llegó a casa de mis padres, no especificaba nada; solo el sitio y la fecha en la que nos volveríamos a encontrar. Algo que me llenó de nostalgia y a la vez de esperanza. Por la reacción de mi organismo, creo siempre había esperado ese mensaje.

Pero en ese momento, a tan solo unos kilómetros del lugar indicado, en el interior de mi vehículo y buscando una razón para no salir huyendo, me di cuenta de que para ella también había significado algo. Cuarenta años eran muchos para un reencuentro tan simbólico. Volví a poner el contacto y me apresuré a llegar al punto donde comenzar la ruta.

Multitud de coches abarrotaban la explanada y, aunque recordaba exactamente el sendero, me di cuenta de que ya no sería lo mismo. El lugar idílico y apartado en el que probase las mieles del amor, sería un festival de personas anónimas rompiendo la armonía. Eché un vistazo por si la reconocía entre las mujeres de mayor edad que comenzaban la ruta, pero ninguna había que deslumbrara como ella. Por un momento llegué a pensar que sería una broma de mal gusto. Una quedada por despecho para poner a prueba mi paciencia, o mi forma física. La ruta era lo suficientemente escarpada.

Así, mochila a la espalda, comencé a subir, entre pinos y roquedales, sin pensar en otra cosa que no fuese mi destino y las preciosas vistas de las que podía disfrutar. Algunos jóvenes me adelantaban con un ¨perdone usted¨ que me llegó a molestar. Aquello no era la carretera y yo iba a un paso más que respetable. Rápido diría yo. Pero en fin, yo no estaba dispuesto a que unos niñatos me fastidiaran el camino. El día soleado, y la buena temperatura, animaba a que muchos excursionistas hiciesen altos en el camino para bajar al río y refrescarse en sus aguas. Yo continuaba firme: sabía que me quedaba un buen trecho y no quería retrasarme.

A los pocos kilómetros mis piernas comenzaron a resentirse. Hacía años que no hacía deporte y comencé a darme cuenta de que no tenía el fondo que creía. Tuve que parar a reponer fuerzas y aproveché para meditar acerca de lo estúpido que era. La niña que en su día acarició mis labios y me llevó al paraíso de las sensaciones, ya no sería tan niña ni tan vital. A pesar de haber nacido el mismo año y el mismo día que yo –fue esa la razón de que nos conociésemos–, su forma de actuar se asemejaba más a una persona adulta que a una joven descontrolada por el deseo. Así que, después de tantos años, seguramente ya no estaría para tanta cuesta y tanto saltar de piedra en piedra. Miré hacia abajo y comprendí que quizá estaría esperando mi llegada al aparcamiento. Tanto esfuerzo y la única razón de estar allí estaría sentada en una piedra al comienzo de la ruta. Volví la vista a la cascada, que ya se intuía entre las grandes rocas, y me convencí de que tenía que volver al sitio aunque solo fuese para rememorar lo que consideré el sonido de la eternidad.

Una vez cruzado el río e internado por una senda llena de zarzas, me di cuenta de mi soledad. Nadie iba o venía y sentí que había sido así desde el día en que Susana y yo regresamos de nuestra fugaz aventura.

Cada vez más cerca del atronador silbido provocado por el agua al golpear las desgastadas rocas, mi mente se mecía entre miles de preguntas acerca de la oportunidad perdida. Posé mi mano en una de ellas, para culminar la hazaña, cuando otra de delicada textura se posó sobre la mía.

Estaba allí, preciosa, mucho más atractiva que antaño. Su cuerpo, contorneado por la vida, expresaba sabiduría y sus gestos me llevaron a comprender que todo estaba por empezar. Incluso su sonrisa dejaba entrever que la juventud seguía instalada en su persona.

Y yo, exhausto por la caminata y con la respiración entrecortada, no hallaba la razón por la que una mujer tan esplendida querría volver a besarme como hacía cuarenta años.

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