Cuando el chirrido de las vías se hizo presente y la gente empezó a agolparse junto a las puertas di por finalizada mi lectura. Marqué la página con un leve pliegue en la esquina. Me levanté, y con el fin de evitar que aquel tsunami humano me arrollara, me agarré a la barra que tenía más próxima. Sostuve mi equipaje con fuerza. Un niño me miró a los ojos sin soltar la mano de su madre.

“Cuando queremos comprender una cosa, nos situamos frente a ella. Solos, sin ayuda; de nada podría servir todo el pasado del mundo. Y después la cosa desaparece y lo que hemos comprendido desaparece con ella” (Jean-Paul Sartre, La náusea).

Solo. Solo en el interior de mí mismo. De nuevo siendo en esta habitación, ahora vacía, con la única compañía de mis libros. Coloco, encima de las muchas notas que tomé en la travesía, una hoja en blanco y un lápiz. Es momento de interrogarme, de concluir el viaje, de hacer acopio de materiales. De confeccionar y elucidar algún sentido, siguiendo las pistas, descubriendo la no siempre evidente causalidad oculta en la caprichosa casualidad a la que parecemos estar sometidos. Volatilizar el azar narrando un cómo sin su dónde.

Huellas variopintas, rectas o torcidas, tras de mí. Lo pienso y creo vislumbrarlo con lucidez: quizás la expedición comenzara a perfilarse cuando a la única asignatura que aprobaba sin esfuerzos en el instituto decidí dedicarle mis días, y aún más, confiarle mi futuro. O puede que debiera retrotraerme a un momento anterior, pues en la antesala de este fenómeno ubico este otro: los “despistes” que desde muy temprano diagnosticaron en mí tanto familiares como maestros. Sin embargo, el tiempo hizo justicia, y con la edad, acrecentándose este motivo, logró su cénit en una diáfana vocación filosófica: yo era el que no atendía demasiado en clase, el que tomaba notas desordenadas y dispersas; el que dudaba al ser interpelado, el que escribía cuentos de pequeño y el que siendo más mayor, por más que escribiera, era incapaz de hacer correctamente un ejercicio simple de sintaxis. Siempre tuve algo que decir, y aunque no lo dije, lo escribí. Siempre absorto, distraído. Discurriendo con fluidez sobre el cuaderno. Pero yo no era despistado, ese es un pésimo diagnóstico: yo era filósofo.

Nunca tuve conciencia de ello. Aún hoy lo olvido a veces. Sigo alojado en mi reclusión, en mi eterno despiste. Extinguido el deseo por abandonarlo, lejos de todos, en él he comprendido que siempre he escrito con la intención de vencer las horas, sin saber, quizás, que ese titán constantemente me gana la partida. Atrapado en el reloj, viviendo en el decurso de sus manecillas, siento la pesantez de minutos que se imponen tiránicamente sobre mi espalda. Miro hacia la ventana con los ojos cargados de nostalgia y es abajo, en la solitaria calle, donde creo verme en todas mis facetas: guiándome más por el debo que por el quiero, anticipando golpes y recibiendo muchos otros; deteniéndome en estaciones abarrotadas para, la mayoría de las veces, despedirme con las manos vacías. El frío del alféizar me devuelve al presente, lo acaricio con delicadeza mientras estimo que precisamente fue naufragando en conversaciones como fui creciendo y cerciorándome, lastimosamente, de cómo “una vida volcada hacia una meta deja poco sitio para el recuerdo” (lo escribe Houellebecq en Las partículas elementales).

Definiría así gran parte del excurso. Antes bien, habiendo sido Pessoa innumerables veces, confieso que el paisaje observado desde la ventana del tranvía en el que viajo desde entonces carece de la belleza de Lisboa. Nada logra evitarlo, el desgaste y la crudeza propia de la existencia, quiero decir. Lo corroboro, es desempaquetando mis enseres cuando al fin tengo el valor de reconocerlo. He hablado en sueños y he abrazado también la muda ausencia; he colgado fotografías, muchas, casi tantas como veces el teléfono; y, con todo, certifico que lo único veraz es que en cada gesto algo nace, pero también algo se muere. En cada risa se encierra un llanto, lo sé, como también que en la infinidad de frases que regalé entregué lo que me era propio. Hoy sopeso cómo jamás me será devuelto. Es tal el altruismo del ignorante que da a quien no lo precisa tanto como tiene.

Circunstancias personales concluyeron en desposesión y pérdida del sosiego. Fueron ellas las culpables de que dedicara más horas de las que debiera al asunto de la melancolía, en el que canalizaron algunos problemas de índole personal y otros cuantos de naturaleza filosófica (los segundos los menos). Extraje hitos y produje hiatos, todo ello tomándome a mí como el mármol la obra. Qué drama el vivir. Perdí el orden y el equilibrio tratando de hallar pistas con las que resolver enigmas que decidí hacer míos cuando, de resultas, me eran ajenos. Perdí trenes y autobuses. Perdí el tiempo. Perdí… Y ahora, con el apoyo de Hermes y sin la ayuda de Proust, trato de recobrar el camino rehaciendo mis pasos.

Lo que pasó ya no existe: lo soy. De vuelta en mi habitación deshago las maletas y elaboro sobre el papel, minuciosamente, la necrológica de mi pasado. En todo este proceso advierto cómo, tal y como afirma Sartre en su elocuente novela, la “cosa”, conforme se vuelve transparente, deviene evanescente.

Es por todo ello por lo que vivo acosado por el miedo. Me infunde temor la incómoda posibilidad de alcanzar a conocerme tanto que, en fin, llegue el día en el que me asome al espejo y la mirada lanzada no me sea devuelta, pasando inadvertida. No encontrándome en él, no siendo yo quien se observa, sintiéndome extraño por ello. Y detenerme frente al cristal, colérico o anegado por la tristeza, desafiando a mis horas y a mi cordura. Agotando la espera, insistiendo, hasta que acontezca irremediablemente el grito al hacerse notar la fractura. Algo se romperá, ¿seré yo o el espejo?

Cierro La náusea. He vuelto a casa.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS