Miró con despreocupación la cama, con ojos aún legañosos mientras se movía con notoria torpeza y lentitud tratando de colar las piernas por un ajustado y moderno pantalón vaquero negro que parecía propiedad de un mendigo de tantos cortes como tenía. Le dio pereza pensar que necesitaba emplear dos o tres minutos para estirar bien las blancas sábanas y acabó por llevar el estampado edredón hasta la altura de la almohada. Con sus pequeños pechos aún sin cubrir, vio la imagen de sí misma que le ofrecía la alargada luna del ropero. Se vio bella, aunque despreció la pequeña pero perceptible cicatriz de su cara que la identificaba. Su pelo, denso y corto, le daba un aspecto varonil. Alargó el brazo y apartó su propio reflejo. El interior del ropero, a medio ordenar, le complicó tomar una decisión sobre qué prenda escoger para acabar de vestirse. Optó por una camiseta negra de algodón que dejaba al descubierto un pequeño piercing en el ombligo. Sin detenerse a comprobar el aspecto que luciría, cogió un paquete de Ducal que había dejado sobre la única mesilla de noche y, casi involuntariamente, se puso un cigarrillo en la boca. El Clipper blanco que estaba junto al paquete de tabaco ardió por primera vez y el humo de la primera calada enrareció un poco la habitación. «Maldito vicio» -pensó.
Unas gafas oscuras acabaron sobre su cabeza haciendo de diadema, unos tobilleros blancos taparon sus pies y unas zapatillas de deporte sirvieron como calzado. Dejó detrás de sí la habitación, aunque el apartamento era tan pequeño que habitación, salón y cocina era un espacio diáfano -sólo el cuarto de aseo, de medidas escasas para la comodidad, estaba aparte-, y puso a hervir la cafetera. Sobre la pequeña encimera de la cocina había un deformado paquete de galletas. Cogió una de ellas y la mordió mientras esperó a que el aromático café le alegrara el olfato. Se lo tomó como siempre: negro y sin azúcar.
Antes de abandonar el apartamento y salir al exterior, abrió el cajón de la mesilla de noche y cogió un monedero negro, abrió la cremallera del mismo y comprobó que tenía un billete de veinte euros, algunas monedas y las llaves. Se lo introdujo en el bolsillo y salió escaleras abajo.
Era una chica de calle, con algún que otro, aunque pequeño, ataque claustrofóbico; le gustaba sentir en la cara el aire fresco de la mañana y, sobre todo, le gustaba deambular de noche por la ciudad; conocía a mucha gente, de baja escala social que,como ella, vivía como podía.
Su paso aligerado era clara prueba de que conocía el lugar por donde pisaba y las oscuras gafas de sol, ya protegiendo sus ojos, la hacían sentirse segura.
-Hola, Peo -saludó al doblar la esquina y encontrarse con un mendigo que había pasado la noche al raso oculto entre cartones y una raída manta.
-«E» «mu» temprano, ¿adónde «va»? -dijo, a modo de saludo, el pobre hombre.
-Ya veré -contestó sonriente la chica sin aminorar un ápice su paso.
-¿»Tiene»un cigarro «pa» «dame»?
-La chica se frenó en seco, sacó su Ducal del bolsillo, comprobó que quedaba aún más de la mitad de los cigarrillos, cogió uno para ella, se lo puso sobre los labios, lo encendió y dijo:
-Toma, quédatelos todos.
-¿»Er» mechero no lo «quiere»? -pidió Peo un tanto entusiasmado con el regalo que acababa de recibir.
Tras pensar unos segundos observando su encendedor, dijo:
-Toma, quédate esto también. No te quejarás cómo estás empezando el día, ¿no? -alentó ella.
-«Gracia», Charo -agradeció el mendigo la mar de contento.
-Mira, Peo, estas son las llaves de mi apartamento. Si te quieres quedar allí esta noche…
-Peo cogió las llaves anonadado mientras observaba a Charo alejarse.
La boca del metro le quedaba a sólo dos calles, distancia que se propuso recorrer con el mismo andar que llevaba antes de toparse con Peo. Al pasar por la tienda de música desaceleró notiriamente su paso y giró la cara para observar un violonchelo -entre otros instrumentos de música de cuerda y de viento- que destacaba entre todos los demás por su singular color blanco. Pudo oír a un niño que gimoteaba dentro de la tienda. Aguzó el oído y entendió el motivo del enojo del niño. Sin titubeo, entró en la tienda, pronunció un seco «buenos días» y fijó su mirada en Adri, el dueño del negocio.
-¿Cuánto cuesta ese tambor que quiere el niño? -preguntó sin dirigir la mirada a la supuesta madre del niño.
-¿¡Por…!? -exclamó el vendedor.
-Venga, Adri, ¿cuánto?
-No te preocupes, ya se le pasará el cabreo -dijo la joven madre refiriéndose a su hijo.
-Cuarenta euros -cortó secamente Adri.
-Tome -ofreció Charo poniendo sobre la mano de la mujer el billete de veinte euros que guardaba en su monedero.
-No lo habrás «robao», ¿verdad? No será dinero sucio de vender drogas, ¿no? -acosaba una y otra vez el de la tienda.
-Ya te vale, Adri -se defendía Charo sin alterarse.
Sorprendida, la señora cerró la mano que sujetaba el billete, ocasión que fue primordial para Charo que, sin pensárselo dos veces, salió rauda de la tienda.
Las escaleras de la boca del metro fueron como bálsamo para sus pies de tan rápido como las bajó.
El reloj de la estación marcaba las 09:43.
El próximo tranvía de cercanías no tardaría en llegar.
-Hey, Flaca -saludó alguien a su espalda.
-Eeeeeh -ofreció una sonrisa y devolvió el saludo-, ¿cómo está mi grandullón?
Tras un efusivo abrazo, el fornido hombre de raza negra que había saludado, preguntó:
-¿Adónde diantres vas tan temprano?
-Este viaje será diferente, no te preocupes. ¡Mira! Tengo algo para ti. Y le ofreció sus gafas.
Él las cogió sorprendido.
El tren se acercaba.
Ella se arrimó al andén y… saltó.
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