En febrero viajamos al Perú. No «a Perú»; viajamos «al Perú». Como se viajaba en la Edad de Oro española, cuando el Impero era grande todavía y los reyes anotaban crónicas de galeones y oros ultramarinos; y como se había viajado en los años olvidados de los Incas oscuros de ojos pardos.
No nos interesaba el país de los hombres polvorientos y desgastados que viven todavía entre el corazón húmedo de las montañas y la costa reseca del Pacífico. Íbamos a otra tierra y a otro tiempo, de plumas y ladrillos dorados, de caravanas de mulas desfilando por los senderos cansinos del antiguo país. Por eso, íbamos al Perú.
Cuando yo cumplí 6 años mi madre habló de Machu Picchu, lejano entre las cosas del misterio. Cuando cumplí 11 años volvió a mencionarlo, entre las montañas del norte más allá del origen de los ríos. Cuando alcancé los 18 las montañas se colorearon de verde y asomó un diente de piedra desmoronada en la cumbre. Cuando sobrepasé los 24 abandonó su casa, sus perros encariñados, sus plantas reverdecidas, y me llevó consigo por un larguísimo camino entre los cerros de Salta, la linda, y los cielos de los Andes adormecidos por un invierno feroz.
En Resistencia subimos a un ómnibus gigantesco, en Salta a un avión absolutamente incómodo, en Lima a un automóvil que atropellaba el tránsito infernal de las avenidas, y otro avión y otro ómnibus, a cual más incómodo, en Cuzco. Siempre viajando. Me olvidé de llevar ropa de abrigo, nos mareamos con la altura, seis guías diferentes nos arrastraron por kilómetros de ruinas milenarias, dormimos en cinco hoteles diferentes, comimos en un pequeño mesón pueblerino como los peruanos de a pie, entramos en las ciudades que solo habíamos oído nombrar en novelas y canciones, visitamos las piedras olvidadas y las iglesias monumentales. Y viajábamos hacia el Perú.
Era un sueño interminable: allí estaban los palacios de antaño, los pasillos del Sol, los salones de la Luna, los descendientes de los primeros y los segundos hombres. Miraflores, Cuzco, Saqsaywaman, Ollantaytambo, Vilcanota, Urubamba, Machu Pichu Pueblo… Como un libro que cobrara forma, profundidad y espacio, colores y sonidos.
En una esquina de un hotel, de San Agustín de Urubamba, mi madre se detuvo a conversar con una tejedora indígena que llevaba un enorme sombrero cuadrado y un capote rojo tan intenso que parecía sangrado. Durante media hora se contaron los nombres de los hijos, detalles de sus ciudades, los precios de las cosas; y una turista ignota pero enfurecida por un desarreglo interrumpió la paz de aquella conversación única gritando frente a los escritorios de la gerencia. Doris volvió a su tienda y Gregoria a su habitación.
Al día siguiente nos fuimos de aquel hotel temprano en la mañana, y la tiendita estaba cerrada. No hemos vuelto a ver a Doris. El ómnibus nos llevó trepando agotádamente entre las piedras, para entregarnos a un tren reluciente en un día soleado y pacífico como una palmera nueva. Se detuvo al pié de las montañas, frente a un río oscuro y tembloroso que llaman Urubamba y que nunca se detiene. El pueblo estaba encerrado entre paredes de piedra y hojas verdes interminables. El silencio del valle aún nos ocultaba sus cumbres legendarias.
Ese día entramos en Machu Picchu, atemorizados y reverentes de tanta magnitud y tanto encierro. La muerte de los años era como una niebla, la voz del río revuelto murmuraba palabras olvidadas.
Vino un guía anciano y demacrado recitando los nombres de las piedras, enumerando detalles que me olvido, y lo dejé para vagar más allá de su palabrería; pero me aparté del grupo y tuve que perseguirlos. Mi madre trepó el sendero andino impacientemente por primera vez en cinco días, y el guía me advirtió: «Cuide a su madre, para que no se canse.» Tuve que reírme al decirle que ella llevaba veinte años esperando ese día; y un anciano alemán pálido y pulcro sonrió discretamente al escucharme.
Todavía desde la altura del sendero vi a mi madre en la distancia, caminando pequeña entre la gente, ya una anciana celeste silenciosa. Se detuvo ante la puerta consagrada, miró la larguísima escalera que desciende por la montaña junto a los bordes que antaño reverdecían de maíz; y luego entró en la ciudadela, como quien camina por el tiempo.
Vimos las piedras sagradas, los días conservados, las ancianas devotas que suben a la montaña con faldas y tacones relucientes para dejar sobre los altares antiguos tres hojas de coca bajo una piedrecita, y en la ladera oculta se amontonan las botellas de agua y azúcar que los turistas abandonan.
Antes del atardecer salimos del santuario, y al día siguiente volvimos a Lima. Días después viajamos hasta nuestras ciudades, silenciosamente. No hablamos de Machu Picchu, no enumeramos sus maravillas.
Cada uno ha visto lo que ha querido. Cada uno lleva sus propios viajes en su vida.
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