Las mariposas no lloran

Las mariposas no lloran

Armando Maytorena

16/07/2018

«¿Dónde estoy?», murmuró su propia voz. A su alrededor se desataba una tormenta, y la gelidez de la lluvia le aguijoneaba el rostro con feroces punzadas. Los relámpagos cegaban la vista, los truenos ensordecían los oídos. Un golpe en el pecho no habría causado mayor efecto en Rachel. «¿Dónde estoy?», volvió a preguntarse, «¿Estoy despierta? ¿Por qué todo se desmorona?». En torno a ella, un bosque se estremecía oscilante a causa del viento, y los pinos y los abedules se tambaleaban como si fueran a desprenderse en cualquier momento. El silbido que provocaba el viento entre las ramas desnudas y retorcidas era como gritos de auxilio. ¿O quizás era ella quien gritaba? Aunque así fuera, no había nadie allí que escuchara sus suplicas. «Nadie…», las lagrimas le lamieron las mejillas a medida que descendían. Resultaron ser más frías que la lluvia.

De pronto, una voz se abrió paso entre el disturbio: era débil, tenue como un susurro. Y sin embargo, éste sonido tan débil y distante captó su atención. Ella se volvió.
—Sígueme —dijo una mujer joven, mientras se aproximaba a Rachel con pasos lentos y precisos. En su rostro se reflejaba una calma tranquilizadora. Cuando estuvo demasiado cerca, pudo divisar en sus ojos una luz azulada que confería a sus rasgos delicados una belleza escalofriante, y su cabello… parecía flotar, como si se encontrara en las profundidades insondables de un mar en calma.
—Sígueme —repitió, y la tomó de la mano—. Tengo algo que mostrarte.
—¿Quién eres? —preguntó, pero no recibió respuesta.
La mujer la arrastró consigo al interior del bosque. Por un momento se sintió hipnotizada, y se movió involuntariamente detrás de la mujer, conducida por una voluntad que no era la suya.

Pasaron largos minutos, y el tacto de su mano contra la suya era tranquilizador. Mientras cruzaban la espesura de las arboledas, le pareció que estuviera familiarizada con el entorno, como si tuviera la noción de haber estado allí en algún momento de su vida. Cada tanto tiempo lograban divisar monolitos y estructuras de piedra tan grandes como los árboles que las rodeaban, y cuando no tenía fija la mirada en ellas, le parecía que se movían. Transcurrieron los minutos, y de pronto encontraron un camino labrado en la roca que ascendía sinuosamente a lo alto de una colina. En el lugar donde se divisaba el final del trayecto, incluso más allá, brillaba una luz blanquecina y cegadora a través de las ramas entretejidas de los árboles. Cuando finalmente arribaron, se dio cuenta que estaban en los lindes del bosque, y que aquella luz que había visto era el cielo. Cuando llegaron a la cima, la luminosidad se atenuó y a la distancia logró ver un pequeño pueblo. Debajo de ellas, las olas de un mar ensombrecido arremetían contra el precipicio. La piedra era oscura y húmeda con bordes afilados como navajas.

—Allí —la misteriosa joven señaló con su dedo índice al lugar donde se encontraba Oaken Bay, un pintoresco pueblo a las orillas del mar—. Gente morirá, lo he visto.
—¿Acaso no muere gente todo el tiempo?
Es gente que es importante, tanto para ti como para mí. Y para ellos mmismos.
—¿Cómo lo sabes?
El cuervo me lo dijo —respondió mientras miraba al cielo.
—¿»El cuervo»?, ¿qué es esto?, ¿un sueño? —preguntó asustada.
—¿Lo es?
—Eso parece, jamás me he atrevido a venir a este bosque —reconoció, ahora recordaba bien esta parte de Oaken Bay—. No me atrevo, pues una oscuridad lo rodea siempre.
—Si no puedes notar la diferencia entre la realidad y un sueño, ¿acaso importa? Gente morirá, observa.

De pronto, Rachel vio frente a sus ojos una recopilación de imágenes que se sucedían una tras otra como una especie de remembranza. En ellas vio rostros, pero eran apenas manchas indistintas y al rededor de ellos revoloteaban cientas de mariposas de color azul. Luego hubo sangre, y escuchó gritos y sollozos, pero la visión era confusa y perdía todo sentido a medida que las imágenes rotaban en destellos fugaces.
—¿Por qué yo? —dijo al final, como agotada— ¿Por qué debería preocuparme por sus vidas?
—Lo entenderás después. Dame tu otra mano.
Lo hizo, y un leve cosquilleo le recorrió la yema de los dedos. El débil fulgor de un fuego comenzó a extenderse por todo su cuerpo. Las llamas le besaron las manos, los brazos, el rostro; y de repente estaba envuelta en ellas. La ropa se le deshizo y el viento arrastró los vestigios como si fuera polvo. No dolía. No dolía en absoluto. De pronto ya no sentía miedo, ni tristeza o ninguna otra emoción. Y si es que la sentía, el fuego se encargaría de consumirla.
—¿Qué es esto? —preguntó, al mismo tiempo que las hojas de los arboles comenzaban a transmutar en azules y ajetreadas mariposas que surcaban ahora el cielo atiborrado de nubes encenizadas. De pronto estaban por todas partes.
—Estás volviendo a nacer —un cuervo se había posado en el hombro izquierdo de la mujer. El ave se diferenciaba en mucho de otros que Rachel había tenido la ocasión de ver, pues este en particular era blanco, y en sus cuencas danzaban dos esferas escarlatas que reflejaban sabiduría—. Ahora, salta. Salta, Rachel.
—¿Me va a doler?
¿Qué cosa?
Morir.
No vas a morir, Rachel. Nacerás de nuevo.
Casi al instante, Rachel acató la orden. Dio un paso hacia atrás, después otro, y otro más hasta que ya no sintió el suelo de piedra. Cayó y cerró los ojos. Sintió que volaba. Se imaginó que era un cuervo albino de ojos como el fuego que lo veía todo. El futuro, el pasado, daba igual, no eran mas que insignificantes flujos de tiempo.

Rachel cayó. Las llamas, ahora más débiles, la protegían muy apenas de la gelidez de la lluvia; entonces extendió los brazos, como si quisiera alcanzar una de aquellas mariposas azules. Siguió cayendo, y antes de que pudiera sumergirse, antes de que pudiera sentir el fondo y probar la muerte, Rachel despertó.

Había nacido.

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