No era de esas mañanas corrientes, de las que despierto, me siento en mi sillón, recibo el calor proveniente de la estufa a leña que construí hace unos años atrás, cuando sentía que el calor me iba a salvar de todo el frío que en mi interior se acunaba. Era de esas mañanas en las que despiertas y sabes, que no eres el mismo, que algo ha cambiado, que ya todo está bien y calmo, que la tormenta ya paso y llevo consigo todas las ramas y el destrozo que hizo al inicio del ciclo.
Algo me oprimía fuerte el pecho y sentía que el corazón se quería despegar de mi cuerpo, entonces lo supe, ese día iba a ser el primero, en que mi rostro iba a esbozar la sonrisa que había perdido hace ya un tiempo, pero sentía la necesidad de demostrarlo al mundo exterior.
Deseaba que todos entendieran, que ese anciano que veían como el viejo que pincha las pelotas de los niños que juegan cerca de la acera de su casa, ya no era ese viejo infeliz y quejoso, sino que hoy estaba de buenas y si lo quería, así seria hasta el final, pues ya saben que para mí el final está muy cerca, 75 años, mi abuela diría que estoy más cerca del arpa que del tambor.
Entonces decidí emprender un pequeño paseo hacia afuera de mi casa, después de tanto tiempo allí dentro, no solo sería un recorrido por el pueblo que me arrullaba desde tiempos inmemorables, sino que sería una travesía por mi interior, ya bastante deteriorado, para entender: ¿que había cambiado? ¿Qué me había hecho ser quien era a partir de ese día?.
El recorrido era breve, ya que “Antaño”, el pueblo en que vivía, era tan diminuto como la púa de mi guitarra, hoy sin uso y sin cuerdas.
Abrí la puerta de mi casa y el sol me dio la bienvenida, después de tantos días de oscuridad y lluvia, adentro y afuera de mi hogar.
Margarita, mi vecina, fue la primera en saludarme, agitaba su mano como una loca y gritaba a los demás: – Miren quien salió de la cueva! Ya era hora Lalo, ya era hora de que el cielo te vea un poco. Lo que Margarita no imaginaba, era que ese día, el cielo no solo me iba a ver, sino que me iba a tocar, me iba a abrazar para siempre.
Seguí mi camino, pase por el frente de la familia Fernández, los niños, apenas me vieron, salieron corriendo gritando – Papá, mamá, el monstruo salió de su casa y no es un monstruo, es una persona!. Decidí que mi primera parada seria allí.
Los padres de los niños salieron y con cara de avergonzados me dijeron: – Disculpe a los chicos, es que tienen una imaginación del tamaño de este planeta, dicen que en su casa vive un monstruo, ya que siempre está cerrada y de noche no se ven luces. Sonreí y respondí, – No importa Mónica, no me molesta, cuando era niño también solía tener mucha creatividad, pero ya estoy arrugado y viejo, hoy me levante y el sol me invito a dar un paseo, pues, no pude negarme. – Me parece una gran decisión Lalo, que sigas disfrutando de este magnífico día.
Durante los siguientes 15 minutos, seguí caminando, a paso lento, saludando a todas las personas que me cruzaba, con una enorme sonrisa, no sabía porque pero me sentía feliz, tan feliz que si tuviera la fuerza necesaria, daría saltitos por la calle hasta llegar a la puerta de mi casa.
Di vuelta por el arbolado parque del pueblo, sentí la paz en el sonido de las ramas contra el viento, sentí el olor a tierra húmeda y el ruido de los gorriones en sus nidos.
Cuando ya casi estaba volviendo a mi morada, siento una voz, conocida, pero que no me permitía determinar con claridad de quien se trataba.
Alguien gritaba: -Lalo, ¿eres tú? Madre mía! No puedo creer lo que veo, ven aquí, vamos a darle al mundo una razón para seguir existiendo.
Me di vuela y vi a Ardito, mi vecino de en frente, hacía ya muchos años que no nos hablábamos, ni nos veíamos. Estábamos distanciados, creo que en el fondo los dos sabíamos que fue el amor de Lucilda, mi fallecida esposa, el que nos había separado, era tan buena y tenía tanta luz, que ambos nos habíamos enamorado de ella. Pero como dije cuando me levante, ese día todo iba a cambiar, así que saque el saquito de fuerza que me quedaba para subir los tres escalones que daban al porche de su casa y me senté en una de las dos mecedoras.
Nos miramos, por un largo rato, sabíamos que éramos los mismos, pero que estábamos muy cambiados, los ojos más pequeños, las caras estiradas, el pelo más blanco que la nieve.
Ardito no me dio tiempo de sentarme, sus palabras fueron las siguientes: – Lo que paso, lo que nos hizo enojar o distanciarnos, nunca será más fuerte que lo que nos une, ya ni siquiera puedo recordar el nombre de la calle que pase por delante de mi casa, ¿cómo voy a recordar nuestras tontas peleas?, seamos los de antes Lalo, volvamos a sentarnos en el porche de mi casa a hablar de fútbol y a tomar café, no importa lo que paso, importa lo que está pasando ahora.
Lo mire, tome su mano y le dije: – Nunca dejaste de ser mi amigo.
Y no pude hablar más porque la última bocanada de aire que tome no me dio la energía suficiente, hubiera seguido hablando de fútbol con Ardito, recordando nuestra niñez, tomando café y hasta quizás hablando de Lucilda, pero el universo tenía otros planes para mi ese día, y con ese último respingo de aire, cerré los ojos y me deje ir.
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