Mamá a punto de llegar y yo esperando. Cierro el libro, doy un sorbo a mi segunda copa de vino y la busco entre la gente que se acerca a la terraza. Ella culpará al tráfico de Agosto, a los problemas de aparcamiento del centro. No entiende que no haya un hueco que sea su hueco.

El teléfono vibra dos veces y calla; yo hurgo y hurgo hasta encontrar su tacto suave en el fondo del bolso. Solo un mensaje de Javier. Los niños duermen; que no me preocupe. Le pregunto si Héctor tomó el Ventolin.


Juego a imaginármela, por ejemplo aquella noche en esa mesa. Un camarero gordo limpia unas migas y otro más guapo trae dos copas. Me invento un Miguel sacando fotos de su cartera:

—Mis hijos.

Mamá sonríe.

—Ya verás. Les vas a encantar.


Bip, bip.

Sí, Héctor tomó el Ventolin.


Ella pide un cenicero y él habla de su nuevo despacho, confiesa un vago temor a los aparatos electrónicos. Cuando se adentra en anécdotas de su infancia, mamá ya va pensando en zanahorias escapando de conejos, hasta marchar a sus propias tardes de soldaditos, de vestiditos, de levantar el castillo dentro del fuerte indio, dejando para más allá del río la peluquería de la esquina y la tienda de sombreros.


El móvil vuelve a sonar. Javier otra vez. Que se acuesta y que no me preocupe.


No llega. Sigo imaginando. ¿Por qué no? Hay una luna, y estrellas, y los dos caminan por una plaza. Suenan campanas doce veces, mamá piensa en mí. Es mi cumpleaños. El tipo sigue hablando de la luna y las estrellas y joder qué pesado es con el futuro. Mamá pone esa cara y el tipo calla. Solo un poco. Camina junto a ella. Se arrima. Ronronea. Pero no sube al Opel Ascona negro. Mamá cierra la puerta y adiós, nos vemos el lunes. Arranca, enciende un Lucky, abre la ventanilla y calcula que no llegará antes de las nueve.

Es fácil suponer a mamá aparcando y subiendo escaleras de dos en dos. Llegar a nuestra casa, revolver el armario para sacar su vestido azul y las sandalias, guardarlo todo en una bolsa roja de Galerías Preciados y olvidar la crema de protección solar.


Tengo el móvil en la mano. Vuelve a vibrar. Enseguida veo que solo es Javier, que no está preocupado, pero que a qué hora voy a llegar.


Arranca de nuevo. Cien kilómetros acordándose del día que nací. Mi carita y todo eso. También de la de papá, tan preocupado por la prueba del talón.

La misma cara del tío Fran, si de pequeños mamá de pronto me aburro y me voy, con todo colocado y él sin saber qué pintan los indios con los vaqueros en la peluquería de la esquina.

Más o menos las tres de la mañana. Del revoltijo de cintas saca una de Mecano. ¿Hijo de la Luna? Quién sabe. Lo que más duele es imaginar a Cristina peinando a la niña, o no estar cuando le baje la primera regla.

Supongo que en Mérida mamá cruza el Guadiana. Pero no, aún no se iba por la vía de la Plata. Sería Despeñaperros, cantando Antonio Vega. Y mamá que si lo intento, no me sale, pero yo lo intento.

Ella sí podía decírselo.


Casi las doce y ningún mensaje nuevo. Mierda. Ninguno.


Mamá cruza Sevilla y es de noche y qué bonito.

Amanece en Barbate, suena Quique González. Imposible, pero bueno. Las barcas azules, que volvieron de pescar, duermen en la quietud de la marisma. Mamá detiene el coche. Hay tiempo. Todas duermen menos una barquita roja, que quiere navegar y se va, hacia el mar, como patinando por una pista de hielo.

Zahara de los Atunes, antes de las nueve. El aire inclina las palmeras hacia el oeste. Cielo limpio, azul, el mar empachado de borreguitos. Ese trote cochinero es de papá. La bolsa de churros, pringosa de aceite, también. Cuando las cosas empezaron a ir mal mamá se apuntó a un curso de batería eléctrica. Papá cenaba sándwiches de pavo y se nadaba piscinas olímpicas.

—¿Qué haces aquí? —papá quiere enfadarse, pero no le sale.

—Quiero pasar un rato con la niña.

Él sube al coche, cabizbajo, con las palmas de las manos vueltas del revés, ya pensando en cómo tratarlo con Cristina, esa mujer tan participativa en las reuniones del colegio y que nunca olvidó mis citas con el dentista.


Puede que nada fuera así. Hasta puede que mamá ni recuerde lo que vino, lo que yo veo ahora como si volviera a ocurrir en la mesa de enfrente: mi vestido morado, mi cola de caballo que ella deshace de un manotazo, el paseo en su Ascona hasta el faro, las escaleras de madera y el mar. Sus dedos en ele disparando a las sirenas. Mi huella dentro de su huella, por un camino de cabras en la niebla. Al rato, las dunas de Bolonia y una playa.

Acabo el castillo de arena y mamá se burla de sus muros rectos. Nos bañamos, nos secamos al sol, nos pintamos las uñas —yo pintando las uñas tan bonitas de sus manos—. Ella mirando los pinos; y pinos, que me vuelvo a Madrid. Y yo colgada en la tristeza de ser otra cosa, aunque contenta con las almenas.


Ahí está. Aparca en doble fila y viene hacia mí, sonriendo. Llegará y tocará cumpleaños feliz en esta copa de vino, o lo último de Dorian. Contará su viaje a Berlín y cómo es lo de irse a vivir con su profesor de italiano. Le diré que sus nietos se mueren por verla y fingiré que no me emociona el ascenso nuevo.

Al rato se irá. Se irá sin saber que a veces cojo su imagen, esa imagen que tanto se asoma ahora a mi espejo, y juego a convertirme en ella. Aunque pronto se me pasa y soy yo.


—Hola mamá.

Suena un mensaje y por fin no es Javier y qué miedo.

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