Y llegamos a España. Los cinco guajiros en el Baraja no imaginábamos que lo primero que conoceríamos sería la estación policial del aeropuerto. Madrid nos recibía deteniendo a cinco insurgentes cubanos que, por añadidura, nunca antes habíamos salido de la isla.
Los cinco, acostumbrados a las encarcelaciones de la policía y el G-2, esbozábamos sonrisas irónicas y nerviosas, mientras no comprendíamos que en nuestra primera relación con el mundo libre mediara una detención, casi arbitraria.
No era para menos. Nuestra estancia en España atendía a un plan de superación académica, pero sustentada por una visa turística. Y nuestras estampas no convencían a la agente de ojos azules que nos cuestionaba. Repetíamos que éramos invitados de una agencia de prensa para cursar talleres de redacción y corresponsalía. No nos creían.
Ninguno de nosotros parecía periodista. Qué pensaría aquella policía aeroportuaria de un grupo tan sui géneris compuesto por un negro intelectual habanero, nueva guardia entre rapero y ensayista adoctrinado en el cuban blackpower; un friki metalero con coleta, chaqueta de cuero, cinturón de balas y metal rock; un bisoño periodista con aires de seminarista, al que solo le faltaba la sotana para perecer un cura; un canoso señor con bigote a lo Pablo Escobar; y yo que parecía una mezcla de hippie y guerrillero, con irreverencia, marihuana e ideales revolucionarios incluidos.
Así, mientras los ojos azules interrogaban un –¿A que vinieron?; por la única ventana, mi vista divagaba en un avión que anunciaba a “Los del Río”. Y mi mente sólo pensó: ¡Estamos en Madrid!; y nunca antes había estado yo tan cerca de La Macarena.
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