¿Quién será el próximo viajero? ¿quién ocupará de nuevo la habitación del hostal, largo tiempo desocupada y vacante de calor humano?
Muchos son los ojos fijados en los caminos, esperanzados con ver aparecer un vehículo, pero está el horizonte limpio, por allí no pasa nadie, ¡quién iba a pasar por esta tierra baldía y dejada de la mano de Dios!
Antes de que el Ministerio de Obras Públicas trazara la nueva autovía sí que pasaban y no eran pocos los que pernoctaban en el pueblo. Pero ya nadie desvía su camino para cruzar por esta tierra yerma, castigada, además, con el verminoso bulo de que en sus parajes suceden misteriosas desapariciones. Sus habitantes sostienen que no son más que habladurías, leyendas urbanas, rumores sin ningún fundamento, difundidos por el pueblo vecino para atraer torticeramente a los escasos transeúntes que por allí transiten…
El señor cura subiría personalmente al campanario de la iglesia, para otear desde aquella privilegiada atalaya toda la anchura de terrenos que los ojos son capaces de abarcar, para tratar de vislumbrar, allá a lo lejos, un puntito móvil, una manchita oscura que progresivamente aumente de tamaño y gane en forma hasta que al borrón le salgan ruedas y a las ruedas ejes y a estos la carrocería del vehículo que ha de conducir el viajero para dirigirse a este pueblo infrecuentado y dar aviso de la buena nueva a los demás a golpe de tañido de campana. Pero es viejo y gordo, y por viejo no pueden sus piernas encumbrar la angosta y caracoleada escalinata que conduce al campanario y por gordo pasar por la trampilla de acceso al mismo. Así que delega en el sacristán, que es ágil y delgado quien ya ha subido a lo alto como un vigía ubicado en la cofa de una nao perdida en la mar océana.
Verdadera es la sentencia que afirma que «quien espera desespera» y esto es lo que le ocurre a este pobre sacristán, que ya se cansó de otear el infinito sin vislumbrar el más mínimo atisbo de presencia humana, salvo la que le es afín y que la conforma los que laboran en los campos aledaños arrancándole a la tierra avara las migajas que a esta no le queda más remedio que ceder. No, no hay viajeros que pasen por el pueblo, a nadie ve en el horizonte vasto y desolado. A un lado y al otro todo es campo muerto y en medio una bacheada carretera de asfalto desocupado…
El sacristán ya bajó del campanario . Regresan los hombres del campo. Vuelven las ovejas al redil…, y es que la tarde toca a su fin y la esperanza de ver aparecer a algún viajero se desvanece como el sol ambarino que se funde con la tierra en el crisol de un crepúsculo arrebolado.
Pero si hubiera aguardado un poco más, habría sido testigo del milagro, porque allá a lo lejos, dos lucecitas se aproximan: son la de los faros de un coche cuyas luces apenas consiguen permear la opacada noche recién inaugurada.
En la taberna desatienden la partida de dominó y se interrumpe la de mus para prestar atención a Eulalio, propietario del hostal, que acaba de entrar para anunciar eufórico que por fin llegó un viajero, un comercial de maquinaria agrícola a quien le ha cogido la noche en el camino y que ha decidido pernoctar en el pueblo.
Todos salen en tropel. Queda la taberna expedita. El tabernero también va.
Está el hostal en la plaza del pueblo y los habitantes del pueblo en la plaza y aunque esta es recatada, no se aprecia masificación de gente, porque son pocos los que allí habitan. Todos son viejos, no hay niños allí. Los hubo en tiempos remotos y son éstos que ahora están reunidos en la plaza.
La impaciencia les puede a todos ¡hace ya tanto tiempo desde que llegó el último viajero!
Echan a suerte quién será el que ha de subir al hostal y esta determina que sea Rafael, el tabernero.
Sube, pulsa el timbre, oye un rumor de pasos, se abre la puerta con un quejido de goznes.
Eulalio tenía razón cuando dijo que no sería necesario retenerlo y esperar hasta el engorde, porque el recién llegado es alto y muy corpulento y debe pesar más de cien kilos. Razón por la cual hubo unánime consenso a la propuesta de que el banquete fuese esa misma noche.
¿Qué se le ofrece? Es lo único que da tiempo a decir al viajante, porque un certero golpe de garrote le quiebra la cabeza que se abre en dos como una nuez, mostrando su plisado y carnoso fruto.
Hay carne para todos, todos comen en silencio. Saborean con deleite el macabro menú y ruegan para que pronto llegue al pueblo el próximo viajero.
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