Maldito sea ese amor que tanto dolía. Maldito viaje que no era más que una huída hacia donde no se podía huir. Maldita suerte, que le había golpeado el corazón hasta partirlo. Maldita, siempre maldita, aquella mirada que lo embrujó de esa forma cruel, camelando su alma. Maldita la hora en que la conoció. Pero la vida es así, maldita cuando maldice.

En el barco, desde la cubierta, miraba a la gente que iba y venía por el puerto repartiendo despedidas y bienvenidas. A pesar de tener la certeza de que ella no acudiría a decirle adiós, él continuaba allí, buscándola entre la multitud, deseando verla una vez más. La opresión que sentía en el estómago contradecía su razón, alimentando la esperanza, aturdiéndole el espíritu. Doliendo.

Dicen que todo ocurre por algo, cuando tiene que ocurrir. Hablan de un destino que marca el camino de las personas, llevándolas de aquí para allá, a su antojo. Cuentan todo tipo de falacias que, disfrazadas de excusas, enmascaran los errores cometidos. Nada de eso valía ahora. La conciencia no callaba y, torturando sus pensamientos, lo hacía sentirse culpable.

Si se hubiese negado… En fin, hizo lo que hizo. Y ya no había vuelta atrás.

—¿Un cigarrillo? —Ante sus ojos una mano extendía una pitillera dorada.

—No, gracias. No fumo. —Dirigió su mirada hacia la voz y descubrió a un hombre vestido con un impoluto traje blanco que le ofrecía, también, una afable sonrisa.

—Hace usted bien. Este vicio, a la larga, no trae más que problemas. —El caballero encendió uno y se apoyó en la barandilla, junto a él—.Y si no es mucho preguntar, ¿A qué se debe su travesía? ¿Trabajo o placer?

No tenía ganas de charla y, por supuesto, no deseaba explicarle a un desconocido las razones de aquella fuga que dejaba atrás un pasado sin escapatoria. Un pasado que le perseguiría hasta el final de sus días.

Sin dejar de escrutar a la muchedumbre respondió como un autómata.

—Sólo quiero irme lejos de aquí. Para cambiar de aires.

—Es un motivo tan válido como otro cualquiera. — El intruso insistía en su cháchara—.Yo viajo por negocios. Tengo intereses en ultramar y se necesita de mi presencia.

La sirena del buque, avisando de la partida, le rescató de la importuna conversación.

—Lo siento, señor. No quiero parecer descortés pero tengo que ir a mi camarote.

—Don Pablo, puede llamarme don Pablo.

—Un placer, don Pablo. —Y, con una inflexión de cabeza, se retiró.

El aposento consistía en una pequeña habitación con el espacio justo para una cama y una tabla que hacía las veces de mesa. No se parecía en nada a las lujosas estancias a las que estaba acostumbrado pero fue lo único que pudo conseguir en tan poco tiempo. De todas formas era afortunado, los pobres, que no podían pagar ese tipo de pasaje, se hacinaban donde podían, en las zonas cercanas a la bodega.

El movimiento del navío le indicó que las maniobras para zarpar habían comenzado. La esperanza se extinguió en ese mismo momento. Ya no la volvería a ver. Nunca.

Unos golpes en la puerta le sacaron de su ensimismamiento. Abrió y se encontró frente a un miembro de la compañía naviera.

—¿Señor Arismendi?

—El mismo.

—Han dejado una carta para usted. Justo antes de salir del puerto.

Tomó el sobre y le dio una generosa propina al empleado.

—Muchas gracias.

Cerró sin esperar más respuesta.

No tenía remite pero el destinatario, escrito en el papel, no dejaba dudas acerca de su origen. Conocía la letra muy bien. El corazón aceleró su ritmo trayendo de nuevo esa presión que lo hacía tambalearse. Desgarró la solapa y, tembloroso, sacó el pliego elegantemente caligrafiado.

“Amado Juan, esta es nuestra definitiva despedida. A pesar de los sentimientos que embargan mi ser, no quiero volver a saber de ti. Por tu parte, como el caballero que creo que eres, espero que no intentes, por ningún medio ni motivo, volver a dirigirte a mí.

Mi honra ha sido restituida por mi esposo, que fue tu mejor amigo. A Dios gracias, se recupera de las heridas sufridas en ese duelo por honor al que te retó y que tú no deberías haber aceptado. Un estúpido duelo que, al menos, ha acallado las habladurías que nos han llevado a este dramático desenlace.

Tengo noticias de que vas a tierras lejanas y eso, aunque me duele, es lo mejor para todos. Si de verdad me has querido alguna vez te pido que no vuelvas jamás.

Cuando hayas leído estas letras, suplico encarecidamente que destruyas esta misiva que podría perjudicarme severamente si llegase a malas manos.

Siempre tuya, Lucía.”

Las lágrimas, resbalándole por la mejilla, cayeron sobre el escrito, emborronando el mensaje.

Encendió una cerilla y la acercó al folio que comenzó a arder. Lo dejó cuidadosamente en un cenicero. Hipnotizado, miraba la llama. El recuerdo de la primera vez que besó a Lucía acudió a su mente. Aquellos labios, fríos como el hielo, quemaban. Tenían un peligroso sabor a amor prohibido que auguraba un negro futuro. Aún así, ellos se enredaron en aquel nocivo romance que, al fin, se les fue de las manos.

Esa noche no pegó ojo. Por la mañana, ya en alta mar, salió a cubierta. El viento en la cara y el olor del agua salada parecían reconfortarle.

— Buenos días. —Don Pablo se le acercó—. ¿Ha leído la prensa?

—Buenos días. No, no la he leído.

—Parece que hace unos días hubo un duelo. Una afrenta de amor.

Sin apartar la mirada del infinito, intentó mantener la compostura.

—El asunto es que, como suele suceder en estos lances, el herido y los testigos han declarado que fue un accidente y, aunque todos saben la verdad, la justicia se ha pronunciado dando por buena esta versión. Así que no habrá consecuencias para nadie. Ni cárcel, ni huída… Nada.

No sintió alivio alguno. Los remordimientos, encadenándole a una sentencia que arrastraría siempre, ya habían dictado su veredicto.

­­­

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS