Subió al taxi y le indicó la dirección al chófer. El auto arrancó mientras ella revisaba el celular, al cual le quedaba casi nada de batería. Se le apagó antes de poder revisar algún mensaje. Bufó sonoramente y lo guardó en la cartera. En eso observó una especie de bolsillo en el respaldo del asiento del acompañante, que se titulaba: «Taxi Cuentos»
Le consultó al joven que manejaba si los cuentos eran de su autoría, y se puso a leerlos al recibir una respuesta afirmativa. El primero le gustó. Sencillo. Corto. Ágil. El segundo no tanto. Era sobre un tema que no le interesaba. El tercero le encantó, y el cuarto la enamoró.
Se encontró ahí, arriba de ese auto, manejado por ese completo extraño, que con un par de cuentos la había impactado de una manera totalmente inesperada. Sentía que tenía algo así como palpitaciones, mientras seguía devorando los cuentos como si fuesen maníes. Al llegar al último, se quedó mirando ese punto final, que le indicaba el fin del cuento y el de todos los cuentos. Había llegado el momento de hacer algo al respecto, porque llegaría a destino, se bajaría y adiós. Sacó la vista de los textos por primera vez en los últimos 25 minutos, y comprobó que aún tenía algo de tiempo. Por caprichos del destino justo se había tomado ese taxi, cuando necesitaba un viaje relativamente largo.
Forzó una charla, como para romper el hielo. Le empezó a hacer preguntas banales sin importancia. Sólo importaba que hable, que le conteste, que se de cuenta que estaba interesada. Trataba de tapar los posibles silencios, por temor a no poder romperlos. Lo miraba fijamente por el espejo retrovisor. El tipo debía sentirlo, porque le respondía la mirada en cada semáforo en rojo que encontraba.
Cuando se dio cuenta que estaba por llegar a destino, sacó la billetera y se fijó cuanta plata tenía. Agradeció su suerte por haber salido con dinero extra ese día, así podía estirar el viaje el tiempo que considere necesario. Le comentó al chófer que había cambiado de planes, y le pasó la nueva dirección. Unas 30 cuadras más. Tiempo suficiente para actuar.
La charla continuaba con cierta fluidez, pero las cuadras pasaban volando. Hasta que en cierto momento decidió pegar el salto al vacío. Ese que cuesta tanto.
-Tengo que confesarte algo…
-Decime
-Me tendría que haber bajado hace aproximadamente 30 cuadras, pero…
Él la miró. Ella estaba claramente nerviosa, un poco sonrojada, y con una sonrisita en busca de complicidad. Entonces acercó el auto al cordón de la vereda. Estacionó frente a un bar y la invitó a tomar un café, ahí mismo. No es recomendable dejar el auto un miércoles a las 14hs en una avenida. La grúa no tardaría en llevárselo, pero por lo visto al tipo no le importaba, y ella estaba sumergida en una felicidad absoluta que ni se preocupó por el auto.
Esa tarde charlaron de la vida. Congeniaron, conectaron. Se rieron y se entendieron. Hablaron durante horas y horas. Luego de esa tarde excepcional, ella estaba francamente entusiasmada con este chofer poeta que le había tocado el alma con esos cuentitos. Antes de despedirse, él le dijo:
-Yo también tengo que confesarte algo…
-Decime
-Esos cuentos no son míos.
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