Cada año solíamos hacer el mismo recorrido vivaracho, desde las bulliciosas colmenas de concreto, hasta las estepas doradas de nuestra juventud. Octubre, cuando el verano ni por asomo destaca en el horizonte. Poco a poco las hojas se estiran y funden en una danza de oro, carmín, y cuernos de latón.

Tan pronto como la veleta del gallo bicéfalo cacarea al quebrar el alba, salíamos de casa para incorporarnos, mi hermano y yo, al recorrido desde Tir na nóg hasta la planicie flégrea; el viaje sobre la senda que los viejos llaman «vida». Nuestro viaje era un ritual que se había transformado en tradición, y la tradición en placer.

A falta de palabras más elocuentes, el término inglés que se aproxima para definirlo sería el del «wanderlust», la pasión del viaje. Pero más que solo el recorrido por sí mismo, se trata de un auténtico solve et coagula espiritual que toma como excusa la panorámica franja de azabache que guía los pies y acoge espantapájaros tras la emoción del antaño melancólico.

Nos olvidamos del clínico frío, de la esterilidad blanca y del infeccioso dolor.

En el despoblado nacen áureas briznas de cereal que cubren una porción considerable de tierra, los molinos extienden sus aspas cual brazos soberbios, incitando al quijote soñador una carga de alabarda. La expectativa nos embriagaba, pues queríamos llegar al arribo de la noche cuando miles de cirios iluminan el Mictlán de flores secas. Faroles que se contonean al ritmo de los graznidos que emiten los zanates.

El viaje resultaba ser muy especial, pues está lleno de emociones entremezcladas: el paisaje rústico lleno de atractivos caducifolios, los acordes de acompañamiento por el formidable Soule que inspiran y guían con el viento. Aferrados a la libertad con garras de Goya, volando con las alas de Doré, pisadas sosegadas que saborean el petricor del suelo. La lluvia tintinea en el suelo virgen.

Las únicas interrupciones en nuestro éxodo eran los restaurantes familiares que sirven crótalos asados y vinos en barrica de arce. De la belladona saboreábamos la exquisita semilla, y del estramonio bebíamos la leche. En la tarde era el silencio, las pisadas que se sugieren intimas entre hojarasca, y las estrellas que comienzan a brillar como fuegos paganos. Antes de dormir le leía unas máximas extraídas de Paracelso, después las del Count du Lac-Peyran y le invitaba una reflexión que ni Rodin podría esculpir.

Una letal opresión en mi pariente fue lo que nos hizo movernos más rápido, —¡Ojalá los dioses del pathos nos lo hubiesen permitido!—evitando a la oscuridad que daba alcance y extendiendo sus amplias alas de cuervo para cubrir la planicie con colgaduras de ensueño fantasmal, entre tejidos de arañas umbrías que densas contrastaban con una luna malsana. Burlona era la sonrisa descarnada que colgaba del cielo.

No se trató de una travesía figurativa, ambos lo sabíamos tanto como lo sabe usted también: tarde o temprano en este mismo viaje su alma será pesada en la balanza plateada, la del engaño y las mentiras.

Por el momento, nuestro viaje personal se vio atacado por el ser implacable que nos atosigaba con un cruel chiste, uno que menciona parca y guadaña. El camino se había estrechado y abrojos crecieron, pero mí hermano quería volver —como último deseo—, a la huerta de huesos que se mira desde la puerta, allí, donde los arboles trinan con otoñal soliloquio, dedicado por completo a manera de un litúrgico réquiem.

Muerto, al igual que las viejas lenguas glagolíticas que moran en asedas páginas resguardadas en la biblioteca de Caelano mientras este les arrulla sobre su pecho. Ahora él es abrazado por losas de mármol, gabletes torcidos y güelfas gibelinas. El pináculo señala al cielo.

Solitario soy guiado por un caminillo de pétalos. El cempasúchil vibrante, amarillo como envidia fundida y un cardumen de regales, trágica como poema de Milton. La franja de onice ahora de apariencia estigio se extiende invitando:

En el campo entre los trigales, donde el sol y la esperanza se ponen para siempre.

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