Acababan de servirme una jarra de cerveza en el bar Kamiya, una cervecería del barrio de Asakusa, en Tokyo, situado a escasos metros de la Nakamise Dori y el complejo de templos de Senso-ji. Sudaba copiosamente y tenía los pies doloridos a causa de tanto caminar bajo el calor húmedo, que adensaba las calles y parecía ralentizar el tiempo. Me había decidido por el Kamiya harto de las franquicias y los bares exclusivos para turistas que parecían homologarlo todo, como si su única función fuera convertir el mundo entero en un mismo y único lugar. Sentirse como en casa, proclamaban. Si persiguiera eso, ¿qué sentido tendría haber atravesado el globo para llegar hasta allí? Tal vez en respuesta a mi malestar, una pareja, los dos vestidos con sendos quimonos ceremoniales, cruzaron tras la ventana del bar a paso breve y apresurado, provocado por las altas sandalias de madera. Una bella instantánea que, por otra parte, me hubiera negado a hacer. A aquellas alturas, las mujeres maquilladas, de tez muy blanca y labios muy rojos, enfundadas en aquellos imposibles kimonos de fantasía, habían dejado de sorprenderme tanto. En unos pocos días me había deslizado por el adrenalínico tobogán del Japón de los videojuegos, el renacido Japón de la bomba atómica, el azulado Japón de cristal y acero de los altos negocios, el tormentoso Japón de los samuráis y los vaporosos bosques plagados de espíritus ancestrales; ahora cobraba mi merecido descanso concediéndome un respiro en el Japón de las Izakayas, las típicas tabernas niponas de paredes y mesas de madera, y propinándole un largo sorbo a mi helada cerveza Asahi. Fue al apartar la jarra de mi rostro cuando le vi haciéndome señas desde una de las mesas del fondo. Se trataba de un japonés de mediana edad, andaría más cerca de los sesenta que de los cincuenta, vestía una camisa blanca con los dos primeros botones desabrochados y un pantalón de tergal gris; era bastante bajito y estaba algo despeinado. Aquel aspecto, sumado a su actitud jovial y entusiasta -no dejaba de sonreír mientras asentía, haciéndome señas para que me acercara- le aportaba un aire atemporal, como de escolar envejecido. Alzaba una copa de vino en la mano, igual que en un brindis, y golpeaba repetidamente el cristal de la copa con el índice. Había retirado una silla y parecía ofrecerme el asiento desde el lado opuesto del salón. Ni que decir tiene que dudé de que aquel inquieto japonés se estuviera dirigiendo precisamente a mí, a un forastero que había entrado en el Kamiya por casualidad y que provenía del otro lado del planeta. Para disipar mis dudas eché un vistazo a mi alrededor, los platos iban y venían despidiendo un mezcla de aromas de soja y algas, pero nadie pareció darse por aludido. Me concentré de nuevo en mi cerveza y disimulé unos segundos curioseando por la ventana. Desde allí podía distinguir el embarcadero y la pintoresca caseta de la policía, una pequeña y colorida pagoda recortada contra los rascacielos de la margen contraria del río Sumida. Tres rickshaws sin pasajero, que había visto cruzar a toda prisa la calle en fila india, se detuvieron en la puerta del local. Cuando volví la vista al interior del bar el japonés reanudó sus aspavientos y volvió a señalar su copa llena. Esta vez fui incapaz de desviar la mirada del hombrecillo porque, de repente este se levantó y se dirigió hacia mí muy decidido ofreciéndome su bebida, la cual, por alguna razón desconocida, fui incapaz de declinar. Era un vino aromático y algo amargo y no me gustó demasiado, aunque igualmente fingí satisfacción. El hecho es que no sé cómo terminé minutos después sentado a su mesa y no él sentado a la mía, ya que había sido él quien había recorrido el trecho del salón que nos separaba. El japonés me sirvió una copa del mismo vino. Luego sacó una vieja cartera de piel y me enseñó unas cuantas fotografías, por las que mostré un educado interés. En una de ellas una mujer peinaba a una niña de cabello muy negro mientras esta se resistía con toda su obstinación infantil. El hombre la señaló y se tocó el corazón con una mano mientras con el dedo índice de la otra recorría la imagen con suavidad. Le señalé a la mujer y a él a un mismo tiempo, y el hombre asintió de nuevo, pero acompañando el gesto con un vuelo de la mano, indicando algo que se había marchado por el aire, delicadamente. El hombre trataba de aclararme ciertos detalles en su lengua para mí incomprensible; hizo como que firmaba encima de la mesa y repitió el ademán de su mano elevándose. Un divorcio, presumí. La custodia de la niña. Al igual que me ocurre con su lengua, desconozco las leyes japonesas, pero conozco las leyes que rigen las emociones y en aquel momento el hombre, aunque mantenía su insistente sonrisa, me miraba con los ojos empañados mientras se servía una segunda copa de vino. A mí acababa de dejarme mi mujer en Madrid, por eso había decidido poner tanta tierra de por medio y arrojarme aliviado a la brecha cultural como una víctima fanática se lanza a un volcán sagrado. Huía de los Starbuck´s, de los Mc Donald´s, de cualquier aspecto de la globalización que me devolviera a la cruda realidad de Madrid y mi reciente abandono. Comía Sushi, bebía sake, me perfumaba con té verde; buscaba ser exclusivamente japonés. Netamente japonés. Pero me había ocurrido como en aquel cuento persa, «Cita en Samarkanda»; en plena huida mi destino se cruzaba fatalmente conmigo y se cobraba su precio inexorable. Nada hay más globalizador que los sentimientos, pensé. Así que decidí abrazar a aquel hombre y le di las gracias, la única palabra que conocía en su idioma y que debí de pronunciar fatal. Así fue como conocí a Takeshi, una franquicia remota de soledad y de amor perdido, otro hombre de viaje a fin de cuentas, como yo.
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