Hoy ella ha preferido reunir al grupo en el collado de la Estrella marina, al sudeste de la Décima ola; tomarán el camino que se deja ver en el horizonte y luego se dirigirán hacia el norte, donde está clavada la polar. Onia supervisa todos los detalles del viaje; queda ya muy poco para la media noche.
–Vamos al cónclave de las estrellas, como bien sabéis– Onia se dirige a todos los viajeros– nuestro periplo estelar comenzará aquí, en las facies marinas; atrás se quedará la cima de la montaña, aquella alta donde brillan los últimos neveros del Veleta; viajaremos hasta conseguir ver solo la luz cósmica. Es un camino que pertenece a la noche con una entrada universal, muchos de vosotros ya lo sabéis. No habrá preferencias entre los caminantes, solo una exigencia, si cabe, y que por nada del mundo se puede olvidar: hay que apagar todo reflejo terrenal de nuestra mente y encender el espíritu. Nuestro recorrido durará un tiempo; bastarán dos horas para dar ese giro que esperáis en vuestras vidas.
– Ella está ahí, lo sé, tenía ganado el cielo antes de irse– la interrumpe Adra, una integrante del grupo, su mirada está perdida en el firmamento– la llevo buscando año tras año y ya son tres, el 17 de julio, ella, ella se fue.
–Estoy segura que esta vez podrás encontrarte con tu madre –interrumpe Onia que se acerca a Adra con una sonrisa de esperanza, le coloca la mano sobre su hombro por unos segundos, después vuelve al centro y prosigue. – Quién todavía no ha confluido en ninguna fase con su ser querido puede que lo haga esta noche. Sus almas se reconocen bien; aparecen convertidas en asteroides que vagan solitarios desde que abandonaron su vida en la tierra; llevan un halo a su alrededor, como una delicada tela batista azul cielo cosida con hilo de fantasía. No os preocupéis los que iniciáis el camino por primera vez, nadie se perderá. Llegaremos hasta la cara sombría de la luna donde su halo se vuelve de un morado espiritual, el color arcano, el color de lo oculto; es allí donde se produce la transmigración de las almas, esas vidas que han fallecido y se han transmutado. Ya son las doce; espero que encontréis a vuestros seres queridos. Subamos.
–¡No os impacientéis! tranquilos – Onia intenta calmar los nervios del grupo– tampoco tengáis miedo a la fuerza de la gravedad, es difícil acostumbrarse, lo sé por experiencia –se sonríe y guiña un ojo–. Veis eso, son ánimas que van en tropel, suben dejando a su paso polvo, cenizas y gases de hidrógeno y helio; en su encuentro danzan entre sí y crean un espiral hacia el centro del infinito, allí es donde más brillan. Observad ahora cómo se arremolinan alrededor de ese agujero. Muchas de las galaxias quedan ocultas a vuestros ojos, son ajenas a la sensibilidad visual del humano. En esto reside la magia del camino; un camino más viejo que el propio universo, es la órbita del Big Bang. Las estrellas son libres de decidir cuándo y dónde deben tomarlo. ¿Veis ese color lácteo a vuestra izquierda? Esos, esos son los restos estelares blanquecinos de la incineración de los cuerpos, ahí se ven con más detalle. Estos restos son recogidos cuidadosamente en la Vía y se unirán a las estrellas para formar otros astros que orbitaran en esta senda. La Vía Láctea está creada así, crece con todas las estrellas que va encontrando a su paso, las traga, las envuelve, las hechiza, como un río que confluye con otro y se unen en un encuentro.
–Es fascinante, me siento tan pequeña aquí, me abruma esta inmensidad– comenta Adra emocionada; el grupo se deja llevar por los comentarios de esta joven y todos asienten y sonríen, nadie media palabra ante todo lo que está aconteciendo, andan atentos a lo que puede ocurrir.
–Nuestro camino es una vía con cuarenta galaxias envueltas y arrastradas por el brazo de Orión –prosigue Onia– ¿Veis esos ocho brazos espirales que abrazan el infinito? Es donde los gigantes azules dejan sus huellas marcadas. Prepararos ahora, a la derecha, ahí vienen esos fuegos artificiales, los de las Pléyades, sí, las siete cabrillas, esas siete hermanas que lanzan sus luces con la esperanza de encontrar a los siete hermanos.
–Escucho algo ¡es música! qué extraño, aquí en el cielo, y ahí, ¡¡ahí se deja entrever algo en la nebulosa!! –exclama emocionada Adra.
–Son notas que fluyen, caen de la bóveda celeste. Manos invisibles que acarician cada tecla y sus dedos se deslizan con un sonido casi callado para no dañar las auras cristalinas. Es el comienzo, ha llegado antes de los previsto. El encuentro. Ahora os llegará el recuerdo, en un corto lapsus de tiempo, sentiréis olores familiares en el aire…
Un largo silencio. Adra, como una viajera más, se siente abierta al universo. Respira profundo, una inhalación larga y serena, se le acompasa el corazón al silencio. Cierra los ojos. Oye la música que comienza de nuevo, se apaga su pesadumbre; ese padecimiento perenne que aflige y a veces ahoga. Callada ella, callados todos, las manos paralizadas y la mirada que se les ha cegado de pronto. Adra siente que alguien se le acerca, una luz le deslumbra, tal vez sea un último rayo de sol o… Ha quedado oscura la nebulosa y esa luz cambia de color, la siente tan cercana. «Esos ojos azules tuyos, madre, brillan como nunca, a pesar de que siempre los has tenido tan delicados» ¡madre! ¡¡madre!!
Una mano la toca, le roza la piel y escucha lejos una voz cálida con sonoridad grave. Adra no quiere abrir los ojos. «¡Despierta Adra! te has quedado dormida ¿Dónde estabas?».
–Onia, ¿eres tú? – emocionada Adra pregunta a su acompañante, le palpa la cara; sus facciones le resultan familiares y su olor– La he encontrado ¡la he encontrado por fin…! Miraba la vía láctea y… un asteroide con una corte de estrellas atravesaba el cielo.
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