No llevo ni un solo día en esta playa de mierda y ya quiero devolverme a mi ciudad. El sol me quemó la calva, la arena se me metió por el orto, tragué agua salada hasta casi ahogarme, y pisé un erizo de mar. ¿Qué más quieres de mí, Poseidón: rey de los océanos?

No me entusiasmaba la idea de venir. Pero mi mujer insistió y mis hijos no dejaban de joder. «Deja de ser tan amargado, disfruta de estar en familia, vamos a la playa, no puedes pasarte la vida en cama viendo fútbol». Claro que puedo, maldita sea.

Y yo, como soy un tipo sin carácter, accedí a pagar unas vacaciones que sabía no iba a disfrutar. ¿Cómo carajos iba a disfrutarlas? Odio el calor y estamos a más de treinta grados, detesto las multitudes y es temporada alta, soy un borracho empedernido y lo único que no está incluido en el plan es el alcohol. ¡Qué mal que la estoy pasando!

Debo regresar a mi habitación. Ya no soporto más este calvario. Es el purgatorio en tierra: niños corriendo por todos lados con sus risas infantiles, personas obesas asoleándose como si la contaminación visual no existiera, oriundos tratando de sacarme cuarenta dólares por una miserable piña colada. Ni Dante Alighieri se hubiera imaginado este círculo del infierno.

Oh, oh, ¿qué es lo que veo? Por el amor a Cristo. Ella no puede ser real. No es posible que exista un ser tan perfecto rodeado de tanta inmundicia. Es un ángel en cuerpo de mujer. Tiene que ser mía. Esta noche dormiré en el infierno al lado de una criatura celestial.

Me acerco como quien no quiere la cosa. Debo meter la barriga, tanta cerveza durante todos estos años ya ha pasado la cuenta. No importa que me esté quedando sin aire, la primera impresión siempre es la más importante. Ya estoy a pocos metros. ¿Qué debo decirle? Improvisaré. Sólo necesito estar lo suficientemente cerca para llamar su atención.

– ¡Papi, papi!

¡La putísima que me parió!

– Dime, hijo.

– Papi, Manolo me pegó.

– ¿Y donde está Manolo?

– Se fue corriendo, no sé.

– Ya, se fue corriendo…

– Te lo juro papá, te lo juro… yo no te digo mentiras… y-yo… yo.

– Ya, ya, no te vas a poner a chillar ahora. Mira, estoy un poco ocupado ¿Por qué no buscas a tu mamá?

– S-sí, señor.

La bendición de tener hijos, supongo. Nunca quise tenerlos, ni siquiera sé si son míos, pero como dicen por ahí: la mujer es fiel hasta que se demuestra lo contrario, en cambio, la infidelidad del hombre se presume.

Debo volver a lo que estaba: cortejar a la mujer más bella que yo haya visto desde que tengo memoria.

Pero me volteo, y no, ya no será posible. Un tipo sacado de una película digna de Hollywood, le está aplicando bronceador en su espalda, nalgas y piernas. ¡Pero esto es un cliché! ¿Por qué le pasan cosas malas a la gente buena? Nunca lo sabremos, o por lo menos no yo.

Me marcho derrotado de la playa, no soy de los que insiste cuando todo está perdido. Podré ser cualquier cosa en esta vida, y tal vez lo sea, pero jamás un mal perdedor. Creo que es momento de olvidar a mi efímero amor con un par de copas.

Llego al bar. No he olvidado que la única cosa que no está incluida en el plan «todo incluido» es el alcohol. Pensé que era un chiste de mal gusto, pero no, es verdad, ni me regalaron un cóctel de bienvenida. Ahora que lo pienso, no debe ser solo un chiste, seguramente mi mujer eligió ese plan para alejarme, por lo menos en las vacaciones, de mis constantes borracheras. Una decisión inhumana para un alcohólico. El camino al infierno está plagado de buenas intenciones.

– Barman.

– Dígame, caballero.

– ¿Podría traerme un tequila sunrise y una cerveza?

– Claro que sí.

El mesero no tarda mucho en traerme mi pedido. Me sirve el cóctel en un vaso. Es de color amarillo anaranjado, y lo adornan un par de cerezas en el borde.

– ¿La cerveza en botella o vaso?

– En botella, como los hombres.

Me deja la botella de birra dorada junto al tequila sunrise.

– Son cincuenta dólares, señor.

– Me tienes que estar jodiendo.

– No.

– ¿Cincuenta dólares por un hijueputa jugo de naranja con tequila y una cerveza que en cualquier otro lugar me costaría un miserable dólar?

– Sí, señor.

– ¡Pero qué hijos de sus mil putas!

– Señor, si sigue con esa actitud le voy a rogar que se retire.

Le pago al tipo con traje de pingüino, de mala gana. No puede ser que me hayan acabado de sacar todo ese dinero por ese intento de trago. ¿Por qué no lo incluyeron todo al plan? Mi esposa de igual manera no iba a lograr mantenerme sobrio. Lo único que ganó fue un borracho en la quiebra. Podría haberse comprado unos lindos aretes con esos cincuenta dólares. Es que, mierda, cincuenta dólares son poco más de cuarenta buenas cervezas; cincuenta dólares es una hora con una prostituta medianamente decente; cincuenta dólares es un gran billete para inhalar cocaína. Pero un cóctel para maricas y una birra tibia no valen ni la mitad de esas cervezas, prostituta, o inhalada.

He caído en la depresión de lo absurdo. Estoy aquí, sentado a miles de kilómetros de mi amado hogar, tomando un trago que sabe a diantres, quejándome por haber gastado la mitad de cien dólares, lamentándome de no haberle hablado a la que pudo ser la mujer de mis sueños. Mantengo la esperanza que no aparezcan ni mi desagradable esposa, ni mis hijos insufribles. Soy un remedo de persona.

– Hola guapo, ¿quieres invitarme un par de copas?

Es ella: el ángel entre mortales.

– No, que te jodan. He tenido un día de mierda.

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