Después de la tormenta

Después de la tormenta

Y ahora vas a vivir la muerte de la muerte.

Ésas fueron las últimas palabras que escuché. Me las susurró al oído, mientras yo pensaba en el sinsentido de la frase y en la ironía de la vida, puesto que yo me sentía morir a pesar de estar en una cama muy confortable, mullida, con suaves sábanas de algodón egipcio de color rojo burdeos. Una tragedia – pensaba yo – dejar esta cama para ir a morir a saber dónde.

Hoy, abracadabra, después de cuarenta años, patita de cabra, me han pescado el cerebro del cubo de hielo de la criogenización, y me lo han calentado con mimos y cuidados hasta hacerme recordar las suaves sábanas de algodón egipcio.

Ahora hablar se considera una tecnología primitiva. Hablar es de banda muy estrecha. Las palabras no sirven para nada. Lo último es la telepatía. La conversación va de mente a mente y tiro porque me toca. Uno, dos, tres, escondite inglés sin mover los pies. Espero que nadie lea en este momento mi mente, qué vergüenza me daría.

Creo que están eligiendo un cuerpo para mí. Me pregunto si tendrá boca, porque si ya no voy a hablar ¿comeré? ¿chuparé? ¿morderé? ¿o eso tampoco se lleva? Estoy deseando encontrarme con una mente más despierta que la mía y me ponga al día de todas las novedades que me esperan.

Mientras espero a que terminen de diseñar mi cuerpo, empiezo a recordar cómo empezó todo esto. Fue durante nuestro viaje a California. Qué buenos recuerdos guardo de ese viaje, tan americano y sin embargo, tan nuestro. Los dos en un coche automático, recorriendo aquellas tierras áridas y rojizas del Gran Cañón, que es como La Mancha de Don Quijote, pero a lo grande. “Bigger is better” rezaban los carteles a lo largo de la Ruta 66, y lo comprobábamos cada vez que parábamos a comer, con esos enormes platos, llenos a rebosar de comida muchas veces insana. Me acuerdo de un niño sentado en su cochecito que no tendría todavía los dos años, comiendo un enorme trozo de pizza, y nosotros pensando en la comida casera.

Me trasladan de un sitio a otro, por lo visto los recuerdos que he tenido, me los han descargado de la nube donde los almacenan. Espero que no manipulen mis datos demasiado porque aunque tenga mucha basura es mi basura y tengo que confesar que padezco un poco de Síndrome de Diógenes. Mejor que no se enteren, tengo que proteger mis pensamientos de alguna manera, me siento totalmente desnuda y expuesta a lo que quieran hacer conmigo. Es curioso que a pesar de no tener cuerpo, me siento más vulnerable que nunca.

Me pregunto si estos manipuladores de mentes tienen buenas intenciones o no. Por lo pronto, me han traído buenos recuerdos, pero no he llegado todavía al quid de la cuestión, el cómo llegué hasta aquí. Recuerdo que íbamos en el coche escuchando la banda sonora de Californication, inocentes y desconocedores de la gran tormenta que se avecinaba. En cuestión de segundos, el cielo azul se fue plegando sobre sí mismo como un cucurucho hasta convertirse en un tornado gris mate que iba tragándose todo a su paso, entre otras cosas, nuestro coche automático. Nunca se me olvidará – si estos manipuladores me lo permiten- la sensación de ser una bola bateada con toda la fuerza de un Dios todopoderoso y enojado con el mundo, quizás porque también piense que la comida casera es mejor para los niños que la pizza y no debe haber caído en que nosotros pensamos como Él, y que no debía tratarnos así, pero en momentos de ira, ya se sabe, sálvese quien pueda. Se ve que nosotros no nos salvamos, al menos yo, porque si no, ¿qué pinto yo aquí? De momento, que yo sepa, sólo han recuperado mi cerebro y sólo estos últimos recuerdos, a saber qué ha pasado con los anteriores.

Me acuerdo de ti, eso ni los manipuladores podrán borrarlo. Qué bonito ha sido lo nuestro. Todavía me acuerdo de cómo llegaste a sacralizar nuestra relación, tú, que eres ateo. Fue después de un enfado mío, de ésos de los que yo tenía cuando era joven y caprichosa. Creo que fue porque yo quería irme a China a trabajar de profesora de español y tú te negaste a acompañarme sin pensarlo ni un segundo. Me enfadé tanto que empecé a maldecir nuestra relación y fue en ese momento, cuando dijiste: “Te prohíbo que ensucies esto nuestro. Ni siquiera a ti te dejo que lo manches.” Me desarmaste completamente, como tantas veces lo has hecho, por otros motivos. Nunca más volví a meterme con lo nuestro. De hecho, lo nuestro es lo único que llevo dentro. Creo que si tuviera una mano a mano me atrevería a señalar el sitio exacto de mi cerebro donde guardo todo nuestro amor. Fíjate cómo será de grande que ahora que lo visualizo, creo que necesito más de dos manos para rodearlo y aún así, no lo cubro entero. Bigger is better, es verdad.

Haruuu, ¿dónde estás? Contéstame. No te preocupes si no tienes boca, es mejor que uses la mente. Tú y yo siempre hemos tenido esa conexión especial y sé que te voy a encontrar muy pronto y aunque ya no se lleve usar palabras, me apetece decírtelo: “Te quiero, mi amor”. Hay que ver lo bien que se queda una después de pronunciar estas palabras, son como el abracadabra con final feliz. No sé yo esta gente dónde va a terminar sin poder decirse estas cosas. Y si no tienen boca, ¿cómo se chuparán? ¿cómo se morderán? Quizás necesiten tres manos para suplir las palabras. No se me ocurre mejor tercera mano que La mano izquierda de la oscuridad, ese fantástico libro de Ursula K. Le Guin, para esta nueva humanidad.

Vienen a por mí. Es tu cuerpo. Me van a poner tu cuerpo. ¡Tu cuerpo! Pero… tú ¿dónde estás? Contéstame, por favor, contéstame.

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