Entre el viaje y el maíz, convivir con el loco de mi padre era como si desarrollara mi vida en las escenas del Bosco o que Gonzalo de Berceo se hubiera motivado a escribir solamente por la descripción de lo que veía en nosotros. El loco, sin desperdiciar ni un nano segundo hablaba, repetía, insistía, machacaba con el tema del viaje; por lo que, desde el mismísimo desayuno de obligado maíz , sin detallar el como fuera preparado, -al menos eso no era tan importante-, resaltaba la importancia del viaje, del mismo modo que a el le habían obligado en el internado a escuchar la palabra de un macho creador que recreó una costilla de su esqueleto en mujer, y esta lo usó para el sexo reproductivo, que tanto necesitaba para perpetuar la especie. Comíamos maíz en tortilla, pan, palomitas, hervido, tostado, frito, porque el maíz era insustituible para el viaje, y debo agradecer que nunca se le ocurrió que lo comiésemos crudo. No obstante, cada bocado de ese maíz triturado, molido, hecho bolo nos invadía el cuerpo mitad veneno, mitad nutrición. Y es que ese era el viaje propio del maíz, ni siquiera el del loco; y nosotros, yo mismo solo oíamos la palabra viaje, pero no alcanzábamos a la metáfora.

El loco, decidió una mañana de verano, que solamente le bastaba el aire para su nutrición humana. Dado que, vivíamos en un monte, alejados del pueblo, al que casi nunca íbamos, su decisión nos apartaba aún mas de la sociedad. A partir del cambio de dieta del loco, pasábamos horas con las escobas con los mangos hacía arriba limpiando el aire como una corte de enanos bufones que difícilmente alcanzaran la bóveda celestial con esos artilugios de mecánica primitiva. Aún así, el loco nos orientaba los espacios que había que restregar porque veía que algunas raciones de aire estaban infestadas de ondas o espectros poco saludables. Generalmente nosotros ya lo advertíamos, pero por el olor de las cagadas que el loco no cubría, ya que según su discernimiento, al alimentarse de aire, la materia excretada no era fétida sino inolora. Pues ¡vaya cantidad de hongos que había ingerido en su vida para no advertir ni el olor, ni la chaladura de su pensamiento!

El loco estaba convencido de que la sociedad ejercía una acción perniciosa al ser humano, razón por la que había exiliado a toda su familia en el monte. Robinsones entre espinas, arena, rocas y soledad, éramos una sociedad tan imperfecta como la que pretendía evitar, con celos, hurtos, malas mañas, y aunque no puedo documentar la presunción, estoy casi convencido de que hubo algún acto de incesto. En síntesis, nuestra sociedad satélite montera, también disponía de secretos, del «de eso no se habla».

Una tarde comencé iniciaba una caminata, enfadado con el universo del monte, con el loco, conmigo; solo respondía a mi deseo de caminar. Iniciaba, así mi viaje caminando por todo lo que el loco me había privado.

El loco murió vaya a saber si por falta o exceso de aire, se fue desconociendo supongo, que si se dirigía al destino que pretendía, o ya seco como continuaba, porque había eliminado también el agua de los elementos.

Aunque no superé la metáfora, al menos viajo aunque sea materialmente; en cambio el viaje del loco si es que lo hizo, nunca será el mío. En mi viaje sube gente, desciende, otros vienen desde antes que yo en el mismo tren, y otros continúan después de mi descenso. En mi viaje no obligo a nadie ni a acompañarme ni a asistirme; aunque mi viaje es rutinario en tren, diariamente, entre dos pueblos, sin hacer nada en ninguno de ellos. No es

El viaje, lo llevo como el poder dentro mío, y ni siquiera eso, ya que vivo en la memoria despierta y atenta del ida y vuelta.

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