El hombre a mi lado

El hombre a mi lado

Yahaira López

21/06/2018

Fue así que, desnuda ante la vida, sin ninguna prenda que me abrigue más que su calor interno, decidí terminar el mejor viaje de mi existencia, el viaje donde se me permitió escapar, al menos por unos segundos, de ésta realidad.

Era un 12 de julio, lo recuerdo muy bien. Me encontraba en el autobús, exactamente en el asiento final, del lado izquierdo junto a la ventana. El asiento más apartado de todo ser humano que decidió o quizá no estar ahí, en ese lugar. Ninguno de nosotros tenía idea de lo que ocurriría aquella tarde, pero estoy segura de que nadie pudo olvidarlo.

Comenzó a llover, las ventanas empezaron a empañarse debido a la diferencia de temperaturas entre nuestro habitáculo y el exterior. Observé como se condensaba el vapor del agua, tan lentamente que por un instante me perdí en ella, cuando recuperé el sentido, comencé a dibujar siluetas con las yemas de mis dedos por toda la ventana. Siluetas que nunca había visto.

Un señor, de edad avanzada que se encontraba unos cuatro asientos por delante del mío se levantó y pidió parada. Bajó enseguida y al término de su descenso, un hombre vestido con elegancia, abordó.

Al iniciar su búsqueda del asiento perfecto, dirigió su mirada hacia mí, lo que ocasionó una aceleración descontrolada en mi respiración. No tenía idea si era debido al enojo de pensar que alguien invadiría mi zona aislada, o si era más que nada a los nervios que éste hombre me provocó.

El hombre seguía avanzando, sin quitarme la mirada. Se aproximó al asiento de junto y se sentó. “Bonita noche”, me dijo. Únicamente lo miré y asentí con la cabeza. Mi mano continuaba dibujando figuras por la ventana, y mi respiración, mi respiración las empañaba nuevamente.

Él, sin duda alguna, sabía que algo andaba mal en mí. Me preguntó si me encontraba bien y me tocó la mano. Rápidamente la aparté y le respondí fríamente con un “sí”.

Los minutos transcurrían, estaba cerca de llegar a mi destino. La lluvia aún no cesaba y el hombre seguía a mi lado. Fue entonces que el autobús se detuvo, justo en una avenida para ceder el paso a unos jóvenes que andaban en bicicletas. Cuando cruzó el último de ellos, una luz muy blanca titiló como cuando te sacan una fotografía, cegando nuestras vistas por unos segundos.

Posterior a ese acontecimiento, todos los que nos encontrábamos dentro del autobús comenzamos actuar extraño. Por ejemplo, la mujer sentada a unos ocho asientos se levantó, tomó una sombrilla que le pertenecía a la viejita del asiento junto, y empezó a cantar como si fuera la estelar de un recital y nosotros su audiencia.

Un niño, que parecía apenas llegar a los quince, sacó un vestido y una peluca de su mochila. Se las puso enseguida y comenzó a bailar alrededor de la mujer. El hombre a mi lado, sonrió y me dijo en voz baja: “te dije que era una bonita noche”. Yo no comprendía lo que estaba ocurriendo, solo sabía que tenía una necesidad de alzar la voz y levantarme del asiento trasero.

Fue uno de esos momentos en los que sientes un vacío y a la vez una sensación de acumulación interna, en la cual quieres explotar, quieres sacarlo todo para sentirte mejor, quieres inclusive destruir todo lo que te rodea. Sí, fue uno de esos momentos que escondemos y dejamos pasar por miedo a lo que piensen los demás respecto a nosotros, a lo que somos.

Las personas usualmente tratamos de mostrar lo que las personas esperan ver, aquellas caras felices como si en ningún momento sintiéramos tristeza, dolor o preocupación, aquellas caras que encajan en los roles que debemos representar. Sin embargo, solamente es una parte de nosotros, tememos mostrar nuestro verdadero ser, sea cual sea. Tememos expresar lo que somos, lo que queremos, lo que necesitamos.

El hombre a mi lado me miró fijamente a los ojos, sonrió una última vez con delicadeza, y enunció las palabras que necesitaba escuchar: “adelante, hazlo”. Al término de aquella frase, el hombre se convirtió en aire, un aire muy frío que erizó mi piel pero me abrigó por dentro.

Me levanté del asiento. Respiré muy profundamente y decidí mostrarme de la manera más pura, sacar todo aquello que transitaba por mi cabeza, gritar, llorar, maldecir, e incluso odiar. Sabía que nadie de los que estaban ahí presentes me juzgaría, puesto que cada uno también estaba exteriorizando su interior.

Fue así que, desnuda ante la vida, sin ninguna prenda que me abrigue más que su calor interno, decidí terminar el mejor viaje de mi existencia, el viaje donde se me permitió escapar, al menos por unos segundos, de ésta realidad.

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