Recuerdo perfectamente el nefasto día en que te conocí. Te burlaste del afiche de Marilyn M. que adornaba mi pared, “¿Problemitas de identidad?”, mis ojos relampaguearon: si te refieres a que crees ser Bukowski, porque apestas a licor, quizás. Te reíste con ganas y empezamos a ser amigos. Te volviste invitado frecuente a mis días; aparecías en la universidad y en mi restaurante, en todas mis calles estabas tú. Odiabas el cálido clima de la ciudad, porque lo tuyo era el smog, lo gris y deprimente de Bogotá. Decías que se parecía a mí: “una constante bruma”. Durante dos semanas fuiste parte de mi rutina, haciéndote querer y odiar por igual; me llamabas vampiresa de cartón, porque mi feminismo te parecía una pose y al tiempo me decías que querías cuidarme. Pienso con desamparo, que si no te hubiera escuchado, si no parecieras un niño herido, si no quisiera rescatarte, solo quizás me hubiera salvado. Pero viajé hacia ti.
Te burlabas de mi estilo, pero me retabas a escribir y devorabas hasta la última letra. “Esos ojos tuyos son mi naufragio”, decías y luego me reclamabas que no conociera a Quiroga, que no fuera capaz de escuchar a Rolling Stones con tu misma devoción. Recitabas a Pizarnik, a Borges y me dedicabas a Calamaro. No me dabas tregua y poco a poco mis miedos fueron cediendo ante tu asedio. Escuchabas mis pesares con indiferencia, destrozabas mis argumentos, y luego limpiabas mis lágrimas con servilletas, tomándome entre tus brazos y pidiendo siempre un trago más. “Aquí estoy”, me decías y yo me perdía en tu mar.
Recuerdo el día en que te entregué mi alma. Al cortar un limón me lastimé un dedo, lo llevaste a tu boca, «Si vas a cortar algo, que sea mi respiración”—Eso no se le hace a una asmática— suspiré. Mi mente gritaba ¡No!, pero ahí estaba tu lengua, suave, húmeda y mi piel contestó con sorna Querida mía, me importa un bledo. Dejé de ser la cobarde en caída libre, de lo que tanto me acusabas, y empecé a rendirme. Cada rincón de tu dolor lo quise para mí y lo obtuve.
Aquella última noche, cuando partiste a tu ciudad, no pude despedirme y saliste furioso, en mitad de la lluvia. Supe que tenía que correr tras de ti. Grité tu nombre por toda la avenida, batí el récord de la primera mujer corriendo en tacones, bajo la tormenta, sin caerse, y allí te encontré: en aquel portal, el agua empapándonos, pero no importó nada. Solo el fragor de nuestra respiración, solo los corazones retumbando en el pecho, tú y yo, temblorosos, obsesionados, dos sombras que se acariciaban, que se sentían, que se necesitaban. Amándose como si no existiera aquel mañana, que irremediable como tú, llegó.
Te fuiste a la ciudad de las grandes fauces. Le pertenecías a la capital, allí estaban los sueños del escritor que no lograste ser.
—¿Me extrañas? —le pregunté al teléfono.
—Te llevo en mi ser, querida.
—No es suficiente.
Lloré. Te acusé de ser el culpable de mi angustia, de haberme obligado a sumergirme en ti, sin encontrar salida; tu respuesta fue que mis lágrimas te desquiciaban, que yo no sabía amar. La frialdad de tu voz me noqueó, “Retiro mis cosas” dijiste al colgar. No lo acepté. En aquellos días infelices, no existía Messenger, ni Facebook, solo podíamos comunicarnos por Email. Te envié uno:
—Hablemos —supliqué, sin dignidad. Las salas de chat eran una tortura, sobre todo si estábamos hablando y llamaba aquella tía que cortaba la conexión. Maldecía tener una tía. Nada tenía sentido. Si no podía estar a tu lado, ¿para qué vivir?
“Volveré algún día, sabes que estás en mi corazón”, decías sin darme esperanzas. Pero yo no quise rendirme frente a las evidencias. Ya no esperaba el amor, solo tu llegada. Escribir hasta desgastarme se volvió mi obsesión. En tu honor cometí todos los crímenes de la literatura posibles: cuentos, poesías, hasta una mala novela comencé por ti. Recuerdo con vergüenza aquel libro de relatos, en madera, un vampiro simpático adornaba su portada. Lo hice con hojas reciclables y pedazos sangrantes de mi alma, pero de nada me sirvió. Los correos empezaron a espaciarse, tus llamadas a escasear, mi vida a ser más gris. Llegó Navidad y un escueto “Happy fucking new year” fue tu saludo. Decidí arriesgar mi vida en estas tres palabras: te quiero ver. Tu silencio duró dos días, luego un mensaje demoledor, como vos, “Insistente farol sonriente, aquí estaré”. Y Viajé hacia ti.
Llegaste una hora tarde al aeropuerto. “No tenías que vestirte como si fueras a París”, fue tu saludo. Una frase tan fría como la ciudad. Odié todo el tiempo que me llevó arreglar mi cabello, retocar mi maquillaje, apaciguar mi corazón y guardar el liguero que escogí para ti. Me llevaste a un buen hotel y caíste dormido, “Derrotado por tu cinelandia mental”, me dijiste. Lloré sobre la maleta, sobre la ropa que ya no quería desempacar. Lloré por las ilusiones que huyeron por la ventana, por las esperanzas que tus ronquidos apagaban, lloré por mí, por los dos, por la antesala del adiós.
Durante aquellas noches juntos, ya no estaba el ansiado calor de tu cuerpo, ni podía encontrar pasión en el mío. Cada uno parecía ausente, sumido en su propia desazón. Bogotá era misteriosa, oscura y taimada, como tú. Recorrimos bibliotecas y lugares históricos, yo maravillada, tú indiferente. Allí entendí que era lo único que tendría de ti. Pero mi desesperación insistía. Sucedió aquel día. Decidida a encontrar la verdad por mí misma, temblando, llegué a la dirección donde enviaba las cartas. Mientras me dolía de mi romanticismo cursi los vi: ella se despedía con un beso, casi pude verte diciéndole «te quiero».
Mis piernas comenzaron a correr. Pero mi corazón se detuvo. Se quedó allí, en el asfalto cruel, como vos.
Y siendo solo una sombra en la noche, viajé hacia mí.
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