Durante mi último viaje por la cordillera andina venezolana, vagaba por el borde de un altísimo risco. Cansado pero extasiado, observaba una tupida formación nubosa bajo mis pies. Debido a la ligereza del aire o quizá por no haber comido ni bebido apropiadamente, me desvanecí por el peñasco, fui absorbido por el precipicio y no supe más de mí.

Ignoro cuanto tiempo pasé inconsciente y mucho menos sabía por qué continuaba con vida y sin un rasguño. Lo cierto es que desperté a las afueras de una pequeña comunidad. Esta es la historia de dos pueblos.

Las Alamedas dependía totalmente de Lagunita para subsistir, y viceversa.

Eran dos pueblos entre montañas situados exactamente a un kilómetro el uno del otro. Los unía un camino empedrado tipo romano, llamado por ellos «el camino de los reyes», porque supuestamente el rey de España lo había mandado construir como un regalo a los «dos pueblos más bellos de América»

La gente de las Alamedas era sabia, inteligente, estudiosa y con talento para casi todo tipo de artes y ciencias. La mayoría de sus bellas casas tenían un tallercito adosado donde se construía de todo: ruedas para carretas, puertas, mesas y todo tipo de muebles de madera; además de ductos, herramientas, baldosas y tejas de barro; pero también orfebrería y herrería de distinta variedad. Todas las casas estaban muy equipadas, tenían un distintivo techo rojizo y la gente vivía bien. Solo un pequeño detalle: carecían de las habilidades manuales para llevar sus proyectos y bocetos a la realidad.

Allí es donde brillaba la gente de Lagunita; extraño pueblo circular alrededor de una laguna de unos quinientos metros de diámetro. Nadie sabe ni recuerda cuando se secó su amadísima lagunita, pero tampoco querían perder su tradición de pueblo de ribera. Sus carruajes tenían proas y timones de adorno, con peces de vivos colores dibujados a los lados. Muy distintos a los carretones y carretas de Las Alamedas, de diseño estilizado y práctico, con bordes redondos y a veces con más de un vagón.

La población de Lagunita era numerosa, tosca, ignorante y ruda, pero de cuerpos fuertes y muy hábiles con las manos. La totalidad de la población masculina adulta trabajaba o era aprendiz en algún taller, granja o huerto en Las Alamedas.

La gente de ambos pueblos me trató amablemente, supe lo que era de verdad vivir, tomando agua cristalina y alimentos frescos sin ningún tipo de aditivos. En Las Alamedas me gustaba andar descalzo, los hermosos adoquines color rosa que cubrían sus calles eran muy fríos, casi gélidos, y de una pulcritud como no había visto nunca antes. Las hermosas mujeres que habitaban este pueblo eran bastante altas y vestían holgadas túnicas color crema que les daba un aire de seres sobrenaturales. Los hombres eran de serio semblante pero en extremo amables, tenían un aire de gravedad en sus miradas que verdaderamente me impactaba.

En Lagunita el ambiente era muy distinto, la piel cobriza y las perfectas figuras de sus habitantes contrastaba con los pálidos lugareños del otro lado. Aquí, las cálidas sonrisas se trastocaban en sonoras carcajadas de hombres y mujeres por igual. En las plazas se tocaba música gran parte del día y un ambiente festivo lo inundaba todo. La gente parecía estar bailando a toda hora mientras desempeñaba cualquier actividad.

En general estaban muy bien alimentados y era gente muy saludable, la comida sana, la ausencia de cualquier químico y el aire puro hacían maravillas en sus organismos. Hablaban un dialecto del español muy rico, con muchas palabras totalmente desconocidas para mí, aunque era de acento más musical y rápido en Lagunita, entre los dos pueblos se entendían perfectamente. Al principio me costó mucho comprenderlo, pero luego llegué a expresarme con fluidez, tanto así que fui olvidando mí propio idioma casi sin darme cuenta.

Los pueblos están situados en un hermoso y verde valle rodeado completamente por riscos de más de dos kilómetros de altura. Según me contó un anciano, la única vía de acceso de esta comunidad fue tapiada por un alud hace alrededor de quinientos años. Supongo que al verse bloqueados y tras vanos intentos de salir, decidieron seguir adelante con sus vidas, sin más mundo que el suyo propio.

La batería de mi móvil está a punto de agotarse. Espero que alguien pueda leer este mensaje, aunque no quiero ser rescatado, he decidido quedarme aquí por el resto de mis días.

Crédito de la foto: Medieval Town Drawing

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