A Pedro Nolasco siempre lo enviaban lejos a batallar a otras ciudades más allá de los confines de la tierra. Para él ya era habitual que lo enviaran a combatir a Vietnam o a las Coreas. Entonces permanecí mucho tiempo ausente de su patria y de su familia. Era un combatiente de primer orden, héroe de las armamentistas cruzadas militares de La ONU por todo el mundo.

La guerra cada vez más entraba en un punto crucial, de tire y afloje de las partes involucradas, pero nunca había nada definitivo, ni siquiera se sabía si terminaría o no en un tiempo determinado, pues escaseaban los acercamientos. Un armisticio, en definitiva, parecía lejano. En una guerra todos estamos desafiados, incluso los pacifistas.

Los combatientes estaban apriscados entre las ruinas de la ciudad en revuelta. Se refugiaban en algún paredón con sus rostros absortos como máscaras chinescas ensangrentadas, a cierta distancia. Disparaban alocadamente a todo lo que se movía. Sus arcabuces eran potentes y ocasionaban ruidos infernales. Los combatientes caían o volaban sus cuerpos por los aires cuando los obuses y los morteros se estrellaban contra las barricadas. Disgregados petardos llegaban hasta ellos convirtiéndolos en un polvorín de miembros despedazados y sentidos revueltos. Aunque perdidos en la emboscada de las tropas enemigas, la patria los animaba a morir valientemente. Las construcciones de la ciudad tomada retumbaban, cedían a los estampidos. Estallaban en pedazos las paredes de los vivaques. Olas de mujeres con sus hijos huían atropelladamente entre gritos dantescos, iban y venían entre las funestas señales de devastación. Se atisbaban recios semblantes de combatientes montando guardia desde los torreones o desde los vivaques; y los rostros de los civiles muertos abandonados en los andenes de las casas despobladas sirviendo de trincheras. Por esas callejas deambulaban las desesperadas brigadas de socorro que retiraban los montones de cadáveres, los grandes vagones de un tren descarrilado eran una inmensa trinchera donde asomaban amoscados rostros vigilantes.

La retirada era en la noche, entonces no se sabía exactamente contra qué o contra quiénes se disparaba. Entre los oscuros destrozos de la ciudad enfrentada se escuchaban las voces de los heridos y de los agresores.

Finalmente cesaron los estruendos.

Pedro Nolasco escuchó lejanas voces celebrando la victoria y recobró instantáneamente la visión de las cosas. Estaba completamente solo, alrededor suyo un vasto campo de cadáveres se alzaba entre los montículos en ruinas, aquella visión deplorable de la carnicería de la confrontación le ocasionó un conturbamientonepático que le hizo castañetear los dientes de un frío de muerte irremediable. De súbito se dejó oír el repentino y fugaz mensaje: “¡El Coronel en Jefe llama a la guarnición!”, repetidas veces. El portavoz del Comandante en Jefe anunciaba desesperadamente la retirada voluntaria de las tropas de la batalla. A lo que él no prestó significativa atención. Entonces encolerizado y poseso, en medio de aquella landa de barbarie, dejando en el umbrío campo los cuerpos inertes de sus compatriotas, caminó por las mortuorias barracas. Quería darle muerte a sus enemigos con sus propias manos mientras le suplicaban piedad. Pero se encontró con la mortandad de la destrozada ciudad tomada. De su cabeza emergió sangre. Cuando logró situarse en lo alto del terraplén amarillento y rojizo, se sintió lejos de la vida. No era un remedo de héroe, nunca lo había sido, y no sería condecorado como esperaba. Pero estaba físicamente vivo. ¿Qué demonios hacía en medio de aquella masacre? ¿Luchar, solo, contra quién ya? ¡Contra los rostros invisibles de sus enemigos! Le temblaban las piernas, pero no tenía miedo. Por la barracuda planicie inundada de muerte y horror se desencadenaron furiosos gritos de los confrontados heridos. Las visiones y las impresiones de la crueldad que lo invadía se tornaron reales, reacias, insoportables, hasta hacerlo correr y gritar, y caer una y otra vez sobre los cuerpos destrozados de los combatientes envueltos en un azufroso manto de niebla. Hasta que finalmente, fibra por fibra, lo envolvió el frío y la oscuridad, lanzó al infecto aire de pólvora ese agudo lamento propio de la derrota, para olvidarse de sí mismo.

A Pedro Nolasco lo recogieron los socorristas de las brigadas de salvamento, sin sentido y desangrándose, y lo condujeron a una habitación pequeña de un improvisado hospital de caridad en la ocupada ciudad. Cuando recobró el conocimiento lo primero que preguntó era sobre la suerte de sus compatriotas. Pero entonces le dijeron que todos estaban muertos. La noticia le zumbó en la cabeza vendada.

Cabe anotar que por la escasez de galenos y de recursos médicos y hospitalarios la mayoría de los heridos fallecía. En definitiva, un hospital de muerte en una ciudad desgarrada, donde los más vigorosos de los heridos podía salvarse o, en el caso extremo, morir.

Preguntó a una enfermera si había terminado la guerra. Y ella, como una figura difusa, le contestó que no. Comprendió entonces que la guerra sólo empezaba para él como mérito a sus aspiraciones truncas. Y ahora con la muerte de sus compañeros en la contienda todo cobraba un giro diferente en dirección a él.

Se incorporó de la cama donde se encontraba, era preciso recuperarse enseguida, pero le dolía terriblemente la cabeza, la espalda y las piernas, como no podía abandonar por si sólo el centro de atención médica no le quedó si no permanecer en reposo mientras por su cerebro atolondrado giraba una y otra vez la ruleta de las inquietudes, vio por instantes, develándose ante él la cinta del recuerdo, veía a sus compañeros disparando y corriendo por entre los vivaques, con los rostros sudorosos y sangrantes. Había perdido la oportunidad de morir valerosamente como sus colegas en medio de aquella intensa batalla. Pero ya era demasiado tarde, ahora lo alcanzaba solamente el desasosiego de sus mares interiores.

A las semanas siguientes, la guerra ya se había desenvuelto y comenzaban a prepararse discusiones políticas, no obstante, no había por eso terminado.

Con el pretexto utópico de la libertad universal todos nos refugiamos en la derrota como un pesado telón que cubre los errores.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS