De un salto alcanzó el muro, mientras el sol terminaba de esconderse dejando el cielo ensangrentado a mediados de Agosto. En plena adolescencia de la noche el ulular de una ambulancia lo asustó, aun así, se atrevió a traspasar la muralla del vecino no sin antes dedicar un canto a la luna incompleta que se hallaba escondida detrás de las nubes. Esquivó una zapatilla y una piedra lo que le hizo sentirse invencible. La curiosidad venció a la cautela y levantó su vista hacia el muro. Se encontraba allí una gata que le daba la espalda a la luna ocultando su cola en el lado oscuro del muro. El adivinaba que se movía de un costado a otro, lenta y rítmica como el péndulo del reloj de su casa que lo dejaba embobado por largas horas. Por primera vez surgió en él un fuego desconocido, muy superior al del hambre. El fuego lo llevó a cantar nuevamente, un canto imperativo , inevitable; un reclamo a la noche y al fruto de todos los instintos. Sin moverse y altiva, ella respondió con una mirada sostenida de ojos entreabiertos como dos faroles verdes que no pueden o no quieren entregar toda su luz. Irrumpe una fragancia disonante, la sombra de una sombra, una nota que no corresponde; un intruso, un tercero negro que sabía interpretar la noche y sus trampas. El primer golpe no lo sintió. El segundo, menos impuro, le dejó un ardor en la nariz que en vez de amilanarlo le entregó nuevos bríos para volver a la lucha. El tercer golpe y la mordida fueron definitivos. A lo lejos, los maullidos de burla y victoria cerraban un capítulo incompleto que le desesperaba reabrir. Un recuerdo de su hogar pasó fugazmente cuando iba trastabillando hacia la siguiente pelea. Se sucedieron de forma continua y sin preámbulo. Perdió muchas más de las que ganó. La última pelea logró llevarla a buen término contra un gato viejo y casi desdentado. El hambre lo llevó de vuelta a casa. Todo transcurría como en un sueño, desde la entrada de la cocina hasta su plato de comida. Soltó una queja cuando la niña lo alzó para abrazarlo y examinarlo. Saltaba de ardor con el algodón empapado de alcohol sobre sus heridas supurantes. Luego la calma: un pequeño oasis. El sueño fue intranquilo, lo invadieron pesadillas espantosas, donde gatos enormes con colmillos afiladísimos desgarraban su blanco pelaje tornándolo en rojo. Imaginaba fragancias imposibles: Una mixtura maldita de amor y muerte. Despertó con dolor de cabeza. Se apresuró a tomar agua y vio en su plato un reflejo que no entendía: trémulo y desgastado. Una corriente eléctrica lo atravesó, erizándolo. Quiso salir volando por la ventana pero el vidrio se lo impidió. La niña lo tomó en brazos a pesar de su férrea resistencia, dejándola con rasguños en sus brazos; estaba fuera de sí. Luego, todo pasó rápido, veía a través de un túnel amarillo, tuvo una sensación similar al miedo cuando recordó que esa toalla era la misma que habían utilizado la primera vez que lo trasladaron. Fue un destello, un chispazo ,algo mucho menor al recuerdo de su madre. Cuando lo sacaron no estaba su dueña, mucho menos su madre. Unos fuertes brazos lo tomaron del cuello y patas traseras. Logró zafarse hacia el lugar más alto que encontró. Estuvieron toda la mañana buscándolo entre cajas, estantes, peceras, artículos y libros viejos. La palabra demanda se hacía inminente, amenazante, en la cabeza del veterinario. Había que avisar a la dueña: Su gatito se había perdido. La panorámica era espléndida. Justo debajo de su escondite, en una vieja mesa de cirugía, se encontraba una pecera semiabierta adaptada como jaula para hamsters. El estómago reclamó. Habría alimento y refugio mientras ganaba tiempo para escapar. Se abalanzó sobre la tapa de la pecera y los hamsters se escondieron debajo de la viruta dejando a la vista sus mejillas llenas de semillas de girasol y unos ojos como globos rojos a punto de estallar. Comenzó a juguetear con ellos y comprendió que sería inútil cazarlos: La tapa estaba sellada. Se retiraba decepcionado cuando oyó la puerta de la bodega abrirse, detrás de ella una mano dejando un plato. Esperó. Debía ser una trampa. Al llegar la noche comió por todos los días de hambre, durmió panza arriba soñando con hamsters, su dueña y lo que recordaba de su madre.

Los siguientes días fueron similares. El extraño dejaba alimento en el mismo lugar. Bajaba de su escondite solo por las noches para el banquete. A veces era alimento para gatos, otras pollo; otras atún u otro pescado. Aprendió a contar el tiempo con la comida: cada siete lunas había atún, una luna pasaba luego para la comida de gatos, entre medio podría haber pescado, pollo, o en muy raras ocasiones, carne molida con arroz. Un día en el que estaba seguro traerían pollo se llevaron a los hámsters. Un día de atún se llevaron las cajas, al día siguiente comenzaron a desarmar los estantes. El suyo, el más alto, era el más difícil de desarmar así que lo dejaron ahí. Se quejó nostálgicamente, la soledad le respondió con un eco en esa pieza vacía invadida por los fantasmas de las cosas y de los hámsters. Ya no existían obstáculos entre sus ojos y los secretos de la bodega. El estante del frente había dejado su huella sobre la puerta metálica que cubría cerrada a fuerza de óxido que no se podía cerrar ni abrir. Encima, un letrero que el no entendía pero que le dio cierta esperanza. Debajo, una apertura en la que no cabría ni un niño pero si un gato muy delgado. Lo primero que sintió en sus bigotes fue el tibio aire de fines de primavera acompañado por el aroma de las flores de los árboles. Era la luz de un nuevo día. El aroma del camino que lo llevaría de regreso a casa.

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