Siendo niña, en las tardes de lluvia, mi abuela, una húngara nacida a finales del siglo diecinueve, solía narrarme historias mágicas que me atrapaban y estremecían a la vez.
Uno de esos relatos me conmovió sobremanera. La ciudad donde transcurría era Venecia y la heroína, la hija del Dux. Estrella era su nombre, una joven bella y seductora conocida como «La rosa de Venecia».
Cierta vez, cuando los venecianos celebraban su victoria contra las tropas de Carlomagno, la joven atracaba su góndola en el Canal Grande. Entonces, una enorme piedra lanzada por error por una catapulta cayó sobre la frágil barca provocando voraces olas que la devoraron sin contemplación. Para perpetuar este trágico hecho se construyó allí mismo el magnífico Puente Rialto.
Estas leyendas anidaron en mi corazón al igual que el ingente deseo de conocer esa mítica ciudad que emerge de las aguas. Ya adulta pude cristalizar mi idílico sueño.
Venecia me enamoró ni bien llegar. El vaporetto me dejó en la Plaza San Marcos donde me recibió una multitud variopinta que me impactó. ¡Ah, Venecia!, sinónimo de navegación, estilo y buen gusto.
Me hospedé en un hotel modesto aunque su vista era invaluable. La ventana de mi habitación daba a uno de los canales. Asomarme y admirar las góndolas desplazarse como cisnes majestuosos sobre las aguas verdosas endulzó mi alma. Pensé, ¿será verdad que los gondoleros nacen con los pies palmeados para poder desenvolverse mejor en el agua? Me reí de mi ocurrencia.
Adoré perderme en las estrechas callecitas flanqueadas por casas coloridas y palacios señoriales, una de ellas, cuna de Marco Polo, el gran explorador que negoció con los poderosos del Lejano Oriente.
Una noche, caminé perdida en mis pensamientos sobre el Puente Rialto. Sólo mi insaciable curiosidad logró que me librara de mis demonios y me distrajera husmeando en los diversos comercios que ofrecían un sinfín de mercancías: grabados, exquisitos encajes, pulseras de plata, puntillas, miniaturas de cristal de Murano…
Opté por una máscara de nombre extraño, «Moretta», realizada en terciopelo negro. La usaban las mujeres en las festividades junto a un velo del mismo color que las hacía irreconocibles, pudiendo de esta manera flirtear libremente con sus amantes.
Concluidas las compras me apoyé despreocupada sobre la baranda del puente dejando que una brisa tibia acariciara mi rostro. La serenidad de las aguas disparó mi imaginación hacia derroteros tenebrosos.
Vi un gato negro lamiendo con parsimonia su lustroso pelaje de color azabache bajo la luz de un farol. Enseguida rememoré otro de los cuentos de mi abuela. Ella decía que Satanás acostumbraba aparecer a la medianoche en forma de gato negro para saludar a las almas en pena que vagaban en este mundo desesperadas por no poder entrar al Paraíso. Y sí, allí estaban, danzando en la bruma nocturna, decenas de fantasmas formando un corro que giraba al son de una melodía que me recordó al gran Vivaldi. Presentí que reían y lloraban por un destino cruel que marcó su muerte en las lúgubres celdas del Palacio Ducal.
Y de repente apareció frente a mí, flotando sobre las aguas. Sublime, majestuosa, enmarcadas su delicadas facciones por una gloriosa cabellera dorada. «Estrella», susurré obnubilada…
Alguien me empujó y volví a la realidad. Las misteriosas visiones desaparecieron dejándome un sabor agridulce en la boca.
Más tarde, tomando un café en un bar escondido entre los angostos canales, sonreí satisfecha y deslumbrada al comprobar por mí misma que la abuela tenía razón al decirme que Venecia era un mito para recorrer, una puerta a la magia…
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