Abordó su SUV Tesla Modelo X, oprimió el botón de encendido, y salió como rayo sin rumbo fijo, como queriendo escapar de su realidad. Se incorporó en la primera entrada que encontró al periférico, se dirigió al Poniente, y al llegar al entronque con el viaducto Miguel Alemán, dudó por un segundo si dirigirse al área de Chalco y tomar la autopista sur que lo llevaría, en menos de cinco horas, al histórico puerto de Veracruz, o tomar hacia el norte al área de Santa Fé que lo conectaría con la autopista del Sol, y en poco más de tres horas lo llevaría hasta el paradisíaco puerto de Acapulco.

Subió a su viejo escarabajo Volkswagen, insertó su gastada llave, y girándola, trató de encenderlo, sin tener éxito la primera vez. Lo intentó una vez más, otra, y otra más hasta que el motor empezó a toser, logrando arrancar, dejando tras de sí una nube de humo negro después de varias falsas explosiones de su carburador. Como queriendo olvidarse de su realidad, tomó la lateral de la calzada Tlalpan hacia el Oriente, y al llegar al entronque con Río Churubusco, dudó si tomar hacia el sur, que lo llevaría al barrio de Tepito, de donde provenía y aún vivía su madre, o hacia el norte a la colonia Coyoacán, donde vivía José, su único hermano.

Se estacionó en la lateral y sacó su iPhone X. Tecleó varios números y tras unos cuantos segundos ingresó su número de cuenta bancaria. En los escasos segundos que transcurrieron para que la pantalla mostrara su saldo, pensó que quizá todo era un sueño, que solo había sido un error del banco, o del sistema, o de internet, o de quién sabe quien. Sin embargo, poco le duró el gusto, cuando la temida cifra apareció, notó la falta de seis ceros, que confirmaba sus sospechas.

Se estacionó en una esquina, bajo un farol, encendió un “delicado”, y sacó de la bolsa de su vieja chamarra el sobre blanco. Mientras lo abría, imploraba a Dios que todo hubiera sido una pesadilla, que el nombre del paciente que aparecía en la parte superior izquierda, no fuera el suyo, que todo se debiera a un error del laboratorista, o de intercambio de muestras o de qué se yo. Abrió el sobre y extrajo los resultados. No había la menor duda, era su nombre el que aparecía abajo del membrete del papel, y las cifras eran determinantes.

Aún no lo podía creer, apenas hacía unos días que habían regresado de su viaje a Europa, y no le había escatimado nada. Madrid, Paris, Venecia, Frankfurt, hasta habían tenido que modificar su itinerario ya estando allá, pues ella quería conocer las islas griegas. Los mejores hoteles cinco y hasta seis estrellas, donde los había, y qué decir de los restaurantes, hasta había pagado “jugosas propinas” cuando llegaban sin reserva previa, con tal de darse ese pequeño lujo juntos.

No lo podía entender. Hacía apenas unos días que había ido de rodillas con su esposa hasta la Basílica de Guadalupe, cuando ya temía este posible desenlace. Incluso habían hecho una manda a la virgencita, así como ofrecido un novenario y hasta promovido con sus familiares y amigos una cadena de rosarios. Todo fuera con tal de que los análisis resultaran negativos.

En su mente, trataba de buscar como vengarse, como recuperar aquello que le pertenecía. Aquello que había ganado con el sudor de su frente y ahora, por un descuido suyo al dejar su ordenador desbloqueado por unos segundos, lo había llevado a este fatal desenlace. A fin de cuentas, ella había sido su secretaria, su persona de confianza, vamos, su mano derecha, así que conocía perfectamente todas sus cuentas y movimientos bursátiles. Él le había enseñado a moverse en esos terrenos, y ahora, su traición era lo que más le dolía.

Por su cabeza pasaban aquellos momentos de sacrificio que como familia habían tenido. Dobles y hasta triples turnos de trabajo con tal de llevar el sustento diario a su casa. Los frijoles y las tortillas nunca habían faltado en su humilde mesa. Eso sí, sus cinco hijos habían asistido a la escuela secundaria, y alguno hasta a la facultad. Y las féminas sabían cocinar, lavar y planchar, y hasta remendar calcetines con huevo de madera. Y todos los domingos, sin falta, reunida la familia en misa de siete, antes de iniciar, cada quien, su rutina dominguera. Había que agradecer los dones recibidos. Era algo que él y su esposa les habían inculcado, y de lo que siempre se sentirían orgullosos,

¿Cómo le explicaría este descalabro a su esposa? Decirle que su amante los había timado, no era cosa fácil de explicar. ¿Y sus hijos? ¿Lo entenderían? ¿Lo querrían igual al haberse caído del pedestal en que lo tenían, como empresario brillante y padre ejemplar? Tenía que pensar en algo, y más vale que fuera pronto. Arrancó su SUV y tomó rumbo a casa. Al mal paso darle prisa. En el camino algo se le ocurriría.

¿Cómo se lo diría a su esposa? Decirle que la dejaría sola con la carga de la casa y los hijos, no era cosa fácil. ¿Y a sus hijos? Tan solo pensar en decirles que muy pronto dejarían de contar con el apoyo de un padre que los amaba más que nada en el mundo, le partía el alma en mil pedazos. ¿Y la agonía será dolorosa? ¿Cuánto durará?Encendió su vocho y tomó rumbo a su casa. En el camino algo se le ocurriría.

Cerraron los ojos un instante y cada uno dejó escapar una fugaz lágrima.

El “Excélsior” publicó, la mañana siguiente, en primera plana, un fatal accidente. En la esquina de Tlalpan y Churubusco, una SUV Tesla y un vochito se impactaron fuertemente.

Una dama, vestida de negro, parada junto al semáforo de esa esquina, sostenía un iPhone X y un sobre de laboratorio en una mano, y sonriendo, encendió un “delicado” que sostenía con la otra, dándole una gran calada …

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