La última aeronave despegó ya hace varios días. Ernesto y Amelia pudieron ver el acontecimiento desde las colinas cercanas de la sierra. El desconsuelo de ambos era atroz, pero el de Amelia resultaba especialmente lacerante para Ernesto, no había manera de encontrarle un ápice de consuelo. Llevaban semanas preparándose para la despedida y aun así no hubo manera de hundirse sin remedio cuando llegó el momento.
Una mezcla de impotencia y esperanza teñían cada suspiro y cada lágrima. La amargura se instaló en sus vidas ya hace tiempo. La de cada injusticia cometida por aquel Gobierno al que le dedicaron todas sus energías durante años, todas y cada una de las que tenían que sufrir los ciudadanos SUB-X6 y sus respectivas series por debajo. La clasificación gubernamental de la ciudadanía, decidida con el descaro ya habitual de los políticos corruptos, había decidido la suerte de Ernesto y Amelia y la de millones de ciudadanos como ellos. Su edad, su constitución física y biológica, sus anticuerpos, su ADN… Todas excusas discriminatorias para cuadrar sus listas, las de los de siempre. Desde la última propagación en masa de los virus tetra polivalentes ya se temían lo peor. El recuento fue realizado en cuestión de horas. El centro YLAB del subsuelo estatal del campus de investigación tenía los datos de toda la población al alcance de un clic. Datos, como siempre, amañados para el beneficio de los familiares y amigos de los gobernantes.
Ernesto y Amelia formaban parte de uno de los equipos de documentación científica de las colonias Alfa-Lab01 y Beta-Lab02. Eran las dos colonias más antiguas que obtuvieron el primer beneplácito de la Comisión y estaban listas para ser pobladas de manera semi-permanente y posteriormente poder dar el salto a las colonias de población sideral del planeta más cercano a ellas.
Nunca imaginaron que desde su adolescencia, el uso de lo que entonces le llamaban las redes sociales, el Gobierno iba almacenando cada palabra de cada uno de los post que los ciudadanos de forma informal e inocente dejaban por escrito. Un rastro que, bajo las consignas de democracia y libertad, iban dejando los datos suficientes para clasificar a cada uno de los ciudadanos del planeta Tierra. La excusa perfecta, según los políticos, para garantizar de nuevo una humanidad libre de rebeliones y terroristas que pudieran poner en peligro las vidas ajenas con ideas que no comulgaran con sus doctrinas. Un proyecto de nueva humanidad muy alejada ya de este devastado planeta que habíamos ajado de manera irreversible.
— ¡Vamos Amelia! ¡Por lo que más quieras! ¡Súbete de una vez!
— Déjame coger una más. Nos servirán para el camino.
— Tienes razón, aprovecha también mis bolsillos laterales y mételas ahí.
Las últimas lluvias habían hecho crecer en las veredas las bayas que les mantendrían algunas horas sin la fiebre. Ernesto y Amelia masticaban despacio aquella medicina que la tierra en su bondad aún les regalaba. Se dirigían lo más de prisa que podían al Dom de los rascacielos.
— ¡Maldita sea! ¡Las baterías de este trasto ya no dan más de sí! — espetó Ernesto con frustración.
—Ahí parece que hay otra en buen estado. Vamos a por ella.
—Coge también esas latas del suelo, parecen cerradas aún y nos servirán para beber algo potable.
Los caminos eran más seguros que las carreteras para transitar a esas horas de la tarde. En breve desparecería la luz diurna y Ernesto se conocía bien esos andurriales.
— ¿Estás seguro de que podremos entrar?
—Cariño, no te agobies más por ese asunto, confía en mí.
Faltarían apenas dos kilómetros para llegar al “Edificio Ámbar” cuando Ernesto sintió cómo Amelia se le desplomó del ciclorotor eléctrico. Paró en seco derrapando como pudo y se abalanzó sobre ella para ver cómo estaba.
—No puedo más, sigue tú —balbuceó Amelia con un hilo de voz.
—Amor mío, no me digas eso… vamos, por favor, ya queda poco.
Ernesto colocó a Amelia delante de él. Agarrando con fuerza el manillar del ciclorotor procuraba cerrar ambos brazos para sujetarla.
Las puertas del majestuoso “Ámbar” estaban cerradas. En las inmediaciones, por suerte no había nadie. Despacio y sujetando con firmeza la cintura de Amelia, Ernesto pudo rodear el inmenso edificio y dar con el acceso perimetral.
—Tengo que dejarte sola un instante, es solo un minuto. Activar la apertura de esta puerta me costará solo un minuto o dos. Cariño, vuelvo enseguida, aguanta sentada.
—No puedo respirar bien… por favor, cariño, no tardes.
Los electroimanes y los códigos que le había dejado Alfredo, su amigo y compañero del alma con el que Amelia y él compartían investigación en el YLAB, deberían funcionar a la perfección para accionar la apertura de ese acceso al edificio. Ernesto memorizó el procedimiento que, Alfredo en su agonía, le dejó justo antes de morir en condiciones espantosas el día anterior. Ernesto accionó los electroimanes que a su vez iniciaron la cuenta atrás de la apertura del acceso donde había dejado a Amelia.
—Ya estoy aquí mi vida, ¿cómo estás?
—Mejor… si sé que estás a mi lado.
Amelia sonreía mirándole a los ojos.
Ernesto acarició el rostro de Amelia con una ternura indescriptible…
—Cielo mío, ya está. Será solo un instante y estaremos dentro.
Según las indicaciones de Alfredo, el resorte de la puerta de ese acceso debía emitir un pitido lento seguido de varios más agudos e intermitentes, y ese era el momento en el que Ernesto debería introducir el código alfanumérico.
—No puedo quitarme de la cabeza la imagen de Alfredo… nuestro último amigo de verdad que nos quedaba…
—No pienses más en ello Amelia. Hizo lo que tú y yo habríamos hecho también.
Ernesto empezó a impacientarse con disimulo al ver que el resorte de la puerta no emitía ningún sonido.
—Si la puerta no se abre no sé qué vamos a hacer… —pensó Ernesto con gravedad.
De pronto, los leds del mecanismo del resorte empezaron a parpadear y el esperado pitido sonó muy débilmente. Ernesto se pegó a la puerta para estar seguro de que estaba oyendo con claridad y poder seguir las indicaciones de su amigo al pie de la letra para abrir esa puerta. Introdujo los códigos y finalmente quedaba un paso más. Aprovechando que Amalia estaba aún sentada, Ernesto se puso de espaldas a ella y sacó del bolsillo izquierdo de su andrajoso pantalón el resto del dedo índice de Alfredo. Este se lo había amputado a sí mismo para entregárselo a Ernesto junto con los códigos de acceso. Ambos sabían que no había otra manera de hacerlo. Amelia no se percató y Ernesto no estaba dispuesto a decírselo para no herir más el abatido estado en el que se encontraba.
Una vez dentro del “Ámbar”, Amelia se llevó a la boca las últimas bayas. Las empezó a masticar con dificultad y Ernesto hizo lo mismo con las que le quedaban en los bolsillos.
Por la descripción que les hizo Alfredo del interior del edificio, Ernesto y Amelia sabían casi de ante mano lo que encontrarían a medida que ascenderían a la última planta. El edificio pertenecía a la casta de los presidentes del Gobierno y de la Comisión. Sus familias tenían ahí algunos de sus alojamientos privados con toda clase de lujos y productos almacenados para poder pasar los últimos días antes de la evacuación. Los ascensores de emergencia auto impulsados estaban operativos a partir de la tercera planta justo al final de los pasillos de evacuación aérea. Los ojos de Ernesto y Amelia no podían dar crédito a lo que estaban viendo. Las viviendas tenían las puertas abiertas y, en silencio, cogidos de la mano, avanzaban por las distintas habitaciones y salas donde nunca imaginaron ver el despilfarro que allí quedaba manifiesto de los supuestos defensores del pueblo y de la libertad.
Amelia quiso descansar un rato acostada en una de las camas de los dormitorios. Ernesto se acostó a su lado acomodándole los almohadones para que Amelia encontrara el máximo confort posible.
—Voy a las cocinas, veré si hay todavía agua embotellada.
—No tardes, por favor.
—Sólo miraré en esta planta, no te preocupes.
Al cabo de unos minutos Ernesto volvió con unas botellas metálicas. Al entrar en la habitación donde estaba Amelia, se acercó a ella y la encontró dormida. Se recostó de nuevo a su lado y mirándola con un amor infinito no pudo por menos que llorar desconsoladamente y en silencio. Le vinieron a la memoria los años felices de su matrimonio con sus dos hijos, cuando todavía, aparentemente, podían vivir con libertad. El cariño y la fortaleza de Amelia en cada instante que ahora a Ernesto se le antojaban como el mayor tesoro del mundo entero. No hubiese encontrado palabras para expresar lo que sentía por ella. Pero tomaron la decisión juntos, porque juntos decidían todo lo que hacían en familia. Aquel delicado momento que Ernesto estaba disfrutando colmado de bonitos recuerdos, se rompió con la crueldad más obscena en un instante. Amelia sangraba por la nariz…
Ernesto sabía que no les quedaba mucho más tiempo. Tenían que llegar lo antes posible.
— ¡Amelia! ¡Amelia!
Ernesto la cogió con fuerza y al mismo tiempo con el máximo cuidado del que era capaz y la llevó hasta los pasillos de nuevo. Tenían que alcanzar el tercer piso subiendo por las escaleras.
—Vamos cariño, ya estamos.
—Cógeme fuerte amor, cógeme fuerte…
Infinitas le parecieron las escaleras de los tres pisos que lograron subir haciendo mil descansos. El atardecer empezaba a hacer su aparición y los últimos rayos de sol empezaban a regalar ese tono y ese color a las formas de cuanto estaba a su alrededor. Incluso ellos mismos, andrajosos y sucios quedaban hermosamente bañados por la luz dorada del astro rey.
Entraron en los ascensores y accionaron la botonera de la última planta. Ciento setenta pisos más arriba les esperaba la única dicha que les haría dignos de amarse con la serenidad de quien se sabe finalmente libre con mayúsculas.
El ascensor llegó a su destino, la última planta del “Ámbar” en apenas unos instantes. Las puertas se abrieron. Ambos sabían que el sistema de presurización automática no estaría operativo y debido a la variación de presión tuvieron que aclimatarse haciendo varias veces la maniobra de Valsalva. Les entró la risa floja…
—Ven, quiero enseñarte algo… —Le dijo Ernesto mientras la abrazaba con cariño y caminaban juntos hacia un ventanal gigantesco.
Los colores del otoño, apenas se dejaban entrever en la poca vegetación que quedaba frente a ellos. Una puesta de sol espléndida, como nunca la habían disfrutado juntos aparecía delante de sus ojos. En la lejanía podían ver las negras colinas ocultando el sol. Era el edificio más alto de la metrópoli. Abrieron un ala del enorme ventanal y accedieron a una terraza abierta que tenía esos divanes de cuero blanco con los ionizadores que se habían puesto de moda. Los mecanismo ya no funcionaban pero Amelia encontró en su mullido diván el descanso necesario para recuperarse del temblor de piernas. Desfallecidos se quedaron el uno junto al otro mirándose con ternura, cogidos de las manos.
—Déjame recobrar un poco de aliento. —Dijo Amelia.
Ernesto abrió las latas de refresco que encontraron de camino y brindaron en silencio. Bebieron con calma…
Luego Ernesto ayudó a Amelia a levantarse.
—Piensas en ellos ¿verdad?
—Sí, es la esperanza que tenemos de perpetuarnos con ellos allá donde quiera que lleguen.
—Mira hacia allá, todavía les queda una década para llegar.
Ernesto dirigió la mirada de Amelia hacia la órbita celeste que trazaban las aeronaves que despegaron de la Tierra. La ausencia de iluminación de la metrópoli hacía nítida cada estrella del firmamento. Un espectáculo extraordinario para un momento único.
—Tendrán casi 32 años cuando lleguen y serán los primeros pobladores de las colonias siderales.
—No me arrepiento de haberle pedido ayuda a Alfredo para que incluyera a nuestros hijos en las listas de los pasajeros.
—Yo tampoco.
—Nuestros hijos perpetuaran este cariño y la libertad que nos arrebataron allí donde se encuentren.
Se acercaron penosamente hasta la barandilla exterior de la terraza. Miraron hacia abajo y apenas pudieron divisar algunas pálidas luces de los pocos pobladores que quedaban en la zona caminando sin rumbo.
El viento era frío allá arriba, pero Ernesto y Amelia ya estaban absortos y entregados. El silencio era de tal magnitud que sentían como un estruendo su propia respiración. Amelia se apoyó con ambos brazos en el regazo de Ernesto. El rodeó con los suyos el cuerpo tembloroso de Amelia…
—Cógeme fuerte amor, cógeme fuerte…
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