—Pues tampoco es como irse al tercer mundo —le espeté, comparando su actividad de los jueves con el heroico viaje a Nepal de mi compañera Almudena, que había dedicado el verano a ayudar a los heridos por el gran terremoto_. Quiero decir, hay voluntariados más duros.

—Es el voluntariado más duro que he hecho nunca —respondió.

—¿Cómo? Si sólo tomas café —me pareció que, con ese discurso sobre los sin techo, Miguel no hacía más que presumir.

—Te sientas a hablar con gente que ves mal, intentas hacer algo por ellos y sacarlos de la miseria —siguió hablando con ardor—. Y a la semana siguiente, los vuelves a ver igual de mal.

»Sabes que su situación no va a cambiar por más que te esfuerces. Ellos van a seguir empeorando, porque se odian a sí mismos y no piensan que merezcan algo mejor.

—¿Quieres decir que no se esfuerzan? —me pareció que, de ser así, Miguel perdía el tiempo, que sería mejor ayudar a la gente que tuviera ganas de vivir.

—Sí que lo hacen. Bueno… ellos se han esforzado tanto, durante tanto tiempo, para acabar así, tirados en la calle, que… muchos están cansados de intentarlo.

Su evasiva pareció confirmar mi opinión.

—¿Y por qué sigues yendo entonces?

—Es algo bueno que haces por ellos, ¿sabes?

—No, no sé. —No conseguía entenderlo. Empezaba a sospechar que Miguel únicamente realizaba esa actividad para sentirse mejor persona.

—La gente los trata como a una mierda. Son así como invisibles… Tienen que andar mendigando, los echan de los sitios, se apartan de ellos porque huelen mal…

—Es que huelen mal. Ya se podrían lavar un poco —critiqué—. Lavarse es gratis.

—Ah, ¿sí? ¿Dónde? Si no tienes casa, no tienes ducha.

—Es verdad —musité, pensativa. Sin poder evitarlo, recordé a El Alemán, ese indigente de mi barrio que se encontraba tan a menudo en el umbral de un local abandonado. Estaba siempre limpio y haciendo manualidades para vender. Me di cuenta del esfuerzo que esto supondría para él y pensé que quizá Miguel se equivocara, que algunos seguían luchando a pesar del cansancio. Iba a preguntarle si lo conocía, cuando él siguió su discurso.

—Es que no es tan fácil. Pero, mira, por lo menos un día en semana, con nosotros, ellos se sienten normales.

—Entiendo —mi menté me llevó entonces a mi primer año de instituto, cuando los jóvenes populares no querían estar conmigo. Yo me sentaba a solas o con algún otro marginado a ver la vida pasar con los ojos llenos de envidia, deseando que me invitaran a participar en sus vidas.

Miguel siguió hablando, aunque me costaba seguir sus discursos de educador social. Utilizaba expresiones como “exclusión social”, “desarrollo colectivo” o “sensibilización” que me sonaban totalmente ajenas a ese hombre de mi barrio: tenía un perro y un saco de pienso para él entre sus escasas propiedades. Parecía una buena persona. Intenté en vano recordar sus ojos, su rostro al menos, lo que me llevó a darme cuenta de que, aunque lo había visto miles de veces, nunca lo había mirado a la cara.

—Oye —me interpeló Miguel.

—Dime.

—¿Y tú, no te apuntarías a venir?

—Oh, no, yo… —yo no sabría qué decirle a esas personas; me habría sentido incómoda en su presencia y las habría hecho sentir más marginadas de lo que ya estaban—. …yo no tengo tiempo.

—Hija, siempre se puede sacar un rato, no sé.

—¡Qué va! ¡Tengo tanto lío! —respondí. Noté su mirada juzgarme severamente. Buscando una salida, se me ocurrió algo que llevaba queriendo decirle desde que habíamos hablado por teléfono para vernos:

—Lo que sí, el verano que viene, podría ir contigo a lo de rehabilitar casas. —Eso era algo que deseaba. No sólo por lo bonito que sería ayudar a los demás, sino porque el viaje a Madrid parecía más económico que un billete a Nepal (Almudena había invertido casi dos mil euros en sus billetes de avión) y la idea de salir de mi casa un par de meses me resultaba tentadora. Mis padres estaban insoportables desde que se acabó la última paga de la ayuda al desempleo. Bueno, en realidad, llevaban insoportables desde que mi padre perdió el trabajo, pero ahora estaban peor.

—Ah, bueno, no sé si te gustaría lo de las casas —se echó atrás Miguel.

—¿Por qué? No soy una insensible de mierda, quiero ayudar —contesté, enfadada porque después de tanto insistir me pusiera mala cara. Empecé a pensar que le daba vergüenza meterme en su asociación, con sus amigos perroflautas, porque estudio medicina y siempre llevo hecha la manicura. Ahora que lo pensaba, no me había hablado apenas de lo que había estado haciendo esos dos meses en Madrid; sólo había explicado cuánto le subía la autoestima a las personas cuando les renovabas su vivienda, cómo cambiaba su actitud respecto a la vida y que todo lo que necesitaba un ser humano era sentir que valía algo aunque no tuviera nada.

—Es que, verás _aclaró al fin_, en la mayoría de los casos, más que rehabilitar… Bueno, lo más gordo es sacar toda la basura.

—¿Son gente con el síndrome de Diógenes? —pregunté horrorizada.

—Bueno, sí, más o menos. Ayudamos a gente que necesita ayuda.

—Pero, ¿tenías que sacar la basura tú mismo? ¿Y hay cucarachas? —insistí.

—Alguien tiene que hacerlo. Y sí que hay, claro, es normal.

Entendí entonces porqué Miguel no había entrado en detalle, ni me había animado a embarcarme con él en algo así. Supuse que decir que ayudas a los demás es algo de lo que estar orgulloso, mientras que reconocer que te has pasado el verano cargando bolsas de basura, no tanto.

Entonces me sentí incómoda por haber forzado la confianza de mi amigo al mismo tiempo que culpable, por haber perdido las ganas de ayudar a esa gente. Miguel debió notarlo, porque intentó animarme con detalles más alegres de su experiencia:

—Pero mira, luego queda todo muy bonito —expuso—. La primera casa que hicimos era la de una señora que estaba muy abandonada, bueno, las dos, la casa y la señora estaban abandonadas. Ella no nos quería dejar entrar, le daba corte a la pobre, porque estaba todo muy sucio.

Sonreí, pensando en mi abuela Julia. Ella, como la mayoría de españolas humildes, está algo obsesionada con la limpieza, ya que la pulcritud es su mayor orgullo. Precisamente, el día anterior había insistido en que debía ayudarla a pintar otra vez.  Yo había conseguido evadirme porque últimamente está empeñada en mudarse a un bajo. De lo contrario, hubiera tenido que realizar la tan absurda como ingrata tarea de pintar cada una de las impecablemente blancas paredes de su piso.

—Normal. Lo que no entiendo es cómo llegan a esos extremos _respondí_. Ahora no me puedes decir que la señora no tenía modo de limpiar su casa.

—No es eso, es que la gente que se deprime va abandonando sus tareas hasta que la cosa se les va de las manos, sabes, hasta que se ven incapaces de hacer nada. El caso es  —prosiguió—, que conseguimos entrar. Al principio nos miraba con desconfianza, se cabreaba porque le tirábamos sus cosas —aquí esbozó una sonrisa pícara que no comprendí—, pero nosotros seguimos para adelante.

—¿Le tirasteis sus cosas?

—Aquello había que tirarlo… —Miguel hizo un gesto denotando que la oposición de la señora era absurda—. Pero mira, le salvamos las que más le gustaban, y se las restauramos. Al final hasta nos cogió hasta cariño porque se lo dejamos todo muy bonito. Y también le dábamos conversación y alegría. Llevaba muchos años sola, la pobre.

—Ya me imagino.

—Sí, le dejamos hasta unas plantas, para que las cuidara. Así aprende también  a cuidar de sí misma.

Miguel siguió hablándome con tanto entusiasmo que acabé animándome a participar el año siguiente, y ambos nos despedimos de buen humor, felices por haber retomado el contacto después de tanto tiempo.

Al rato nos levantamos, azuzados por las miradas hostiles del camarero, que nos había retirado los vasos vacíos hacía más de media hora. De vuelta a casa, pasé por el supermercado a hacer la compra semanal. Mi madre me había dado quince euros y permiso para que de ahí me tomara una cerveza. Ella siempre es así de cariñosa conmigo, supongo que porque soy su única hija, que no hijo, porque al lado de mi cuarto duermen dos gemelos gigantes con los que no me explico cómo puedo tener parentesco alguno.

Intenté comprar algo sustancioso para evitar las quejas, que en el caso de mi padre suelen ser muestras de rabia y en el de mis hermanos comentarios ácidos, del tipo «Alba, nadie hace la compra como tú», o «ya nos han salido los dientes, Alba, danos algo que mascar». Sin embargo, la carne estaba tan cara como las semanas anteriores. Hice el esfuerzo de comprar unos chorizos para guisar para que mi madre pudiera llamar “potaje” a los garbanzos hervidos con pimentón. Tampoco había pescado a buen precio, de modo que los únicos productos frescos que pude llevarme fueron leche; frutas y verduras ya pasadas, aprovechando que estaban rebajadas, y unos huevos de gallinas de transgénicas, de esas criadas en naves y alimentadas con pollo mutante. Por lo demás, mi cesta incluía harina, garbanzos, compresas, gel de ducha, pan de molde, tomate frito y pasta, mucha pasta.

Iba a llevarme también una botella de aceite, pero no había hecho bien las cuentas, así que tuve que dejarla en la caja al salir. Me dio apuro que una vecina que iba detrás de mí en la cola se ofreciera a pagarla. En el mismo momento en que ocurría, supe que esto haría a mi madre montar en cólera.

De vuelta a casa, alicaída por lo del aceite y por tener que volver al mismo techo que mi padre, tuve la suerte de encontrarme con mi abuela. Ella venía desde el Paseo del Río, de tomar algo con las amigas. Caminaba trabajosamente, encorvada sobre ese bastón que la hizo llorar tanto porque ella es muy presumida, pero que ahora se esfuerza por llevar en lugar del andador, que es lo que tendría que usar para no volver a romperse la cadera.

Nos saludamos con alegría, ambas exhaustas por tener que cargar la una con sus viejos huesos y la otra con la compra. La ayudé a subir para pararme un rato en su casa. Al fin y al cabo, mi madre no podía esperarme con la cena en casa, porque yo tenía toda la comida (muajajaja), así que le pedí a la vecina del bajo que me guardara las bolsas y juntas emprendimos la titánica tarea de subirla las dos plantas de escaleras.

Sentadas en las butacas de la salita, recobramos el aliento. Ella me invitó a un refresco de limón, mi favorito, y yo le conté que había estado tomándome una cerveza con Miguel. Preferí no entrar en detalle sobre los voluntariados en los que participaba porque creí que le resultarían deprimentes. Sobre todo teniendo en cuenta el tema del que ella me iba hablar ahora era su necesidad de cambiar de vivienda.

—Pues, a ver, lo mismo: piden dos mil euros por el cambio, y luego el alquiler es más caro. Se lo diré a tu madre cuando la vea, pero claro, las cosas están como están.

—Ya… —yo me sabía la historia, mi abuela llevaba meses buscando un bajo por todo el barrio porque tenía las piernas demasiado mal como para subir las escaleras. El problema era que no podía pagar el cambio o, si lo hacía, gastando todos sus ahorros, luego no podría pagar la diferencia entre un piso de renta antigua y un alquiler actual, por muy barata que fuera nuestra barriada.

Mis padres lo sabían, también mis tíos, y nadie podía o quería hacer nada al respecto. Las piernas de mi abuela empeoraban a un ritmo alarmante porque al costarle tanto coger la escalera tendía a quedarse sin salir la mitad de los días (¡con lo que le gusta la marcha!) y eso la hacía retener líquidos.

Ella cada vez hablaba del tema con mayor congoja; sus ojos reflejaban cada vez más el miedo, el pánico, a quedarse encerrada para siempre; y a cada vez yo no sabía qué decirle, porque hasta mi beca de estudios se quedaba en casa para comprar pasta, pasta de mierda con tomate frito.

¡Si al menos pudiera encontrar un trabajo! Ese verano lo había buscado sin éxito. La situación laboral era muy dura y, aunque hubiera encontrado algún empleo, al empezar el curso habría tenido que dejarlo debido a que la carrera de medicina es muy absorbente. Y a ello hay que sumarle que sólo en llegar a la facultad tardo más de una hora en autobús.

—No sé, abuela, alguno habrá más barato, no te preocupes —mentí, a sabiendas de que las mentiras no servirían de nada; mi abuela no sabe ser deshonesta con nadie, ni siquiera consigo misma.

—Que no, que no la hay. Si… —se interrumpió, se estaba poniendo roja y tenía los ojos húmedos.

—Abuela, si no pasa nada, tú subes bien las escaleras. Cuando te recuperes de la última caída…

—Me volveré a caer. ¡Pero si estoy cada día peor! Es que ya son muchos años, tengo ochenta y uno. Yo no puedo vivir en un segundo. Si no me mudo pronto me quedaré aquí encerrada para siempre, enjaulada como un pajarito.

—No digas eso —mi abuela se secaba ya las lágrimas con los dedos y yo no sabía ni qué decir ni qué hacer. Nunca la había visto así, ni siquiera cuando tuvo los dolores de las piedras en el riñón.

Para cuando me despedí de ella, habíamos hablado del inicio del curso y de que pronto íbamos a poder pagar algunos recibos atrasados porque mis hermanos iban a trabajar en la aceituna. Estas noticias la alegraron un poco, pero incluso así resultó violento darle un beso en la butaca, para que no tuviera que levantarse a despedirme, y dejarla allí sola con sus peores miedos flotando en el aire.

Fue entonces, bajando por las escaleras, cuando me acordé de Miguel otra vez. Pensé en su obra social, en sus veranos rehabilitando casas de señoras mayores, y lo llamé.

—Pero nosotros ayudamos a personas que están en otro tipo de situación —me respondió. Quise mandarlo a paseo, con toda su historia hipócrita de ayudar a los demás, pero le necesitaba demasiado.

—Sin ayuda, mi abuela acabará en ese tipo de situación. ¿Crees que es mejor esperar?

Se hizo un silencio al otro lado de la línea. Yo le estaba pidiendo mucho, lo sabía, pero tenía que hacerlo.

—No creo que podamos ayudarla con lo del alquiler del bajo —respondió Miguel, al fin— pero existen unas ayudas para poner ascensores en edificios como el suyo.

—¿Ayudas?

—Sí, cubren la mayor parte de la obra.

—Pero el dueño de los bloques no va a querer invertir nada —mi abuela ya había hablado con él, quien ni siquiera había hecho el esfuerzo de ofrecerle un bajo a un precio asequible.

—Se puede intentar que el ayuntamiento financie el resto, o si no, puedo hablar con la asociación… No sé, es complicado. Uno de los chavales es arquitecto, puedo decirle que se pase a ver los pisos.

—¿De verdad lo harías? ¿Se puede poner el ascensor?

—Se puede intentar.

—No lo intentes, Miguel. No me hagas esto. Nunca te he pedido nada, pero… —me interrumpí. No sabía cómo seguir, ni con qué derecho hacerlo.

—Encontraremos una solución para tu abuela —respondió él, tranquilizador—. Te lo prometo.

—Gracias, Miguel —respondí, aliviada. Hubiera querido abrazarle sólo por eso.

A un par de manzanas, cargada con mis bolsas, vi a El Alemán recostado contra la cristalera del local vacío. El bóxer apoyaba su adormilada cabezona sobre él.

—Buenas noches —saludé. Él se volvió a mirarme, curioso, y me fijé en sus ojos; eran azules.

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