La cucaracha tenía ese brillo dulzón de los dátiles. La niña, que acababa de cerrar la nevera, tropezó con ella y empezó a gritar como si su vida corriera peligro. Me suplicó que la aplastara con una sartén, pero preferí echarla al suelo con un paño para proteger el mármol de la isla, que tanto trabajo me da. Hasta la vieja Agatha, intimidada, huyó al piso de arriba mezclando algún ladrido con el tintineo del cascabel de su collar. Cuando el señor asomó por la puerta, le mostré la cucaracha en el recogedor. La niña juraba entre sollozos que no volvería a probar nada que saliera de la cocina, ordenó que el menaje y toda la vajilla fueran a la basura y hasta exigió que la reformaran por completo. El señor, sin sacar las manos de los bolsillos, le rogó que bajara la voz para no molestar a la señora.

La niña llevaba dos días en la casa. Había tenido que regresar de Londres en contra de su voluntad porque ya no era posible costearle la estancia. Como la señora, parecía no aceptar la ruina de la familia; aunque su respuesta, al contrario que ella, pasaba por un estado de nervios entre desesperado y furioso. Sin coche, además, se sentía enjaulada. En el garaje sólo dormían el vehículo del servicio y la última moto del niño, que acumulaba polvo a la espera de que su dueño saliera en libertad. Ella desesperaba porque no podía entender que se hubiese vendido su coche antes que la moto. Yo mismo había sido blanco de su ira. Varias veces me preguntó por qué seguía con ellos si tampoco se podía pagar mi sueldo. Pero luego no me dejaba explicarle ni que había sido invitado a dejar la casa en varias ocasiones, ni que, tras tantos años de servicio, y viudo, ya no tenía dónde ir. La muerte de mi esposa hace casi cinco años por culpa de un cáncer no pareció afectarle. Que no se volviera a contratar otra cocinera fue la primera señal de alarma, pero ella ni se dio cuenta.

Por la noche siguieron sus llantos y gritos. Se había pasado la vida quejándose de lo que no estaba a su gusto, y la nueva perspectiva de tener que colaborar en el cuidado de la señora era colmo. Aún recuerdo cuando, para conseguir que comiera fruta, mi esposa le servía el corazón de las sandías cortado con moldes de galletas, pero ella no se dejaba engañar y los estrellaba contra la pared. La oí culpar a su padre por haberlo perdido todo, por la vergüenza que eso le estaba haciendo pasar y, como decía la señora, por ser tan insoportablemente blando. Yo no entiendo de finanzas, pero reconozco que siempre tuve la impresión de que el señor carecía de la necesaria inhumanidad para triunfar en los negocios. Sus ganas de prosperar fueron siempre acompañadas de un interés por los demás que acabó siendo su perdición.

A la mañana siguiente, la niña no estaba. Pedí instrucciones al señor, que todos los días, desde que se prescindiera del jardinero, amanecía en el jardín. Nos vio acercarnos a mí y a la vieja Agatha, que tenía vedado el acceso a algunas zonas por su manía de escarbarlo todo. Abrió la puerta del corralito que cercaba los rosales y salió a nuestro encuentro con paso cansado y las manos en los bolsillos. La noche había sido muy dura. No sabía cuándo regresaría la niña, pero si la señora preguntaba, debía responder que había viajado a Londres y que, tan pronto como solucionara unos asuntos pendientes, estaría de vuelta. Le pregunté si quería desayunar, pero sonó su teléfono. No insistí. Entonces oí aullar a la vieja Agatha, que pasó tintineando a mi lado en dirección a la casa. Extrañado me giré. El señor, atendiendo la llamada, se perdió entre los rosales.

A los pocos días se llevaron la moto. Su venta se convertiría en un problema cuando el niño regresara, pero pudo más el deseo de pagar, al menos en parte, la tranquilidad de la niña en el extranjero. He de admitir que para mí fue un alivio que se fuera. Sin sus nervios y aprensiones merodeando, mi cruzada contra las cucarachas pudo ser más contundente. A pesar de esmerar la limpieza y de fumigar sus caminos y escondites, las cucarachas no se terminaban nunca. Acabar con las grandes había sido más o menos fácil. Pero durante semanas me derrotó encontrar otras más pequeñas y escurridizas, sobre todo de noche, cuando encendía la luz de la cocina o abría algún armario bajo. Es cierto que la casa es grande y que la falta de servicio había relegado algunas tareas al final de la lista de las cosas pendientes, pero el estado de limpieza general no justificaba la invasión. Lo peor de esa guerra es que la primera baja que sufrimos fue la vieja Agatha. Una mañana el señor me contó que la había encontrado muerta en la cocina. De inmediato, los insecticidas me vinieron a la cabeza: yo era responsable de esa muerte. Él zanjó el asunto haciendo tintinear el cascabel de la perrita. Debía colocárselo a cualquiera de los peluches blancos de la niña.

No estoy seguro de que la señora no notara el cambio, pero ya no volvió a soltar el peluche. Cada vez que iba a verla me lo enseñaba sin dejar de acariciarlo. “Está malita”, me repetía. La ruina había precipitado la vejez de una mujer que, en palabras de mi esposa, no era buena. En otro tiempo, y a la fuerza, me hizo cómplice de comportamientos que habrían abochornado a cualquiera. Como era de esperar, la fortuna trajo nuevas compañías que acabaron de mala manera con las antiguas, y cuando la fortuna se retiró como una ola se retira de la playa, la señora ya no quiso regresar a las amistades de siempre, ni siquiera a la familia, y se encerró en su habitación. Poco a poco, fue recuperando la vida que anhelaba, aunque sólo en su cabeza, donde el lujo vestía cada rincón de la casa y el servicio era invisible y perfecto. Esa misma mujer estaba frente a mí, aferrada como una niña pobre a su muñeca. Como una niña pobre y sucia; demasiado sucia, advertí. Informé al señor. Fue tan incómodo para él como para mí. “¿Tenemos sal?”, me preguntó de repente. “Trae sal, toda la que puedas”, ordenó. Me demoré varias horas en el recado.

De regreso, encontré al señor en el despacho. Me interesé por el estado de la señora, pero él preguntó por la sal y me tendió un cheque con una mano temblorosa que retiró con rapidez. Era todo lo que le quedaba de la venta de la moto. “Puedes llevarte también el coche, es tuyo”, me dijo. Quise saber si había llamado al médico. Él asintió con una sonrisa desencantada. A la señora no le pasaba nada grave, aunque empezaba a necesitar los mismos cuidados que una niña pequeña. Ofrecí mi ayuda, pero la rechazó. Me contó lo mucho que lamentaba que nuestra relación terminara así, pero ya no podía tolerar que siguiera con ellos. “¿Cómo?”, pregunté. Era yo el que no podía marcharse, era yo el que no podía olvidar y mucho menos pagar todo lo que, a espaldas de la señora, se había hecho para que mi esposa recibiera la mejor atención. La familia, añadí, tras tantos años de servicio, se había convertido en mi familia; su fin sería también el mío. Sólo debíamos tener paciencia. Volverían los buenos tiempos: la niña sonreiría de nuevo, el niño regresaría convertido en un hombre y dispensaríamos a la señora la mejor atención posible hasta que todo o casi todo fuera como antes. Se levantó con dificultad. Salió sin decir una palabra. Fue directo al jardín y comenzó a lanzar puñados de sal como si la sembrara a voleo. No lo entendí entonces, pero ahora sé que lo estaba sacrificando. Ya no iba a poder ocuparse de él y prefería verlo muerto antes que abandonado a su suerte. Era algo así como un crimen por compasión.

De pronto, se me ocurrió que una copa le sentaría bien. Fui a la cocina a buscar una de esas botellas que yo guardaba, para disgusto de mi esposa, debajo del mueble de la isla, en uno de los rincones al que ni siquiera las cucarachas habían podido llegar. Las guardaba junto a algún cigarro puro desde los tiempos, ya lejanos, en que eran tan frecuentes en la casa que nadie salvo yo se preocupaba de su inventario. Con ellas celebraba los buenos momentos, como me gustaba llamarlos, esas fechas en que mi esposa y yo nos quedábamos solos en la casa. Algo que se me antojó de otra época porque ella ya no estaba conmigo y porque la familia al completo no se había ausentado desde que comenzaran los problemas. Convencido de que merecía la pena, saqué la botella con la esperanza de animarle. Pero él me atacó con el hacha.

Lo había visto hacía unos segundos sembrando el jardín de sal. Oí, es cierto, que las sartenes repiquetearon a mi espalda y, agachado como estaba, sólo pude girarme para ver cómo su brazo descargaba sobre mí el hacha de la cocina. El golpe reventó la botella en mis manos. Fallar le sorprendió tanto como a mí su ataque. Volvió a cargar el brazo. Desde el suelo yo sólo podía reptar de espaldas. Hizo varios ademanes buscando la mejor oportunidad y acabó lanzando un tajo impaciente que me pasó de largo y fue a rebanarle el muslo. Cayó de rodillas. Sus manos no alcanzaban a contener la herida. Nos quedamos inmóviles mirándonos como si tuviéramos algo importante que decirnos y no encontráramos las palabras. Se venció a un lado, topó con el mueble de la isla y se fue escurriendo. Qué le había hecho yo, me repetía sin parar, qué le había hecho. Hasta que el escozor en la mano izquierda llamó mi atención: me faltaban varios dedos.

Salí a la calle con la mano envuelta en un paño que se tiñó de rojo en un segundo. La ambulancia se detuvo frente a mí como una bestia jadeante. “¡Suelte el hacha!”, me gritaron. Obedecí en el acto, ni siquiera era consciente de que la había cogido al salir de la cocina. Guardamos silencio mientras me curaban. Sólo había perdido parte de la yema del dedo corazón y tenía un corte profundo en el anular; nada serio. Pero yo respiraba aliviado porque me estaban curando allí mismo, aunque ver el coche de la Guardia Civil me heló la sangre. ¿Quién los había avisado? Uno de los agentes se acercó a nosotros para confirmar que era yo el que había llamado a urgencias. El otro cruzó el umbral de la puerta y se agachó para examinar el cuchillo. Preguntó si había alguien más en la casa. El médico les explicó que las heridas no eran importantes. Quise decir algo para confirmar mi torpeza. “¿Sabe tu jefe que te estás bebiendo su güisqui?”, me interrumpió el agente. No pude hacer nada para evitar que las mejillas se me encendieran. Los pisotones torpes de su compañero tras una cucaracha que se le escapó, me dieron un respiro. Me preguntaron si era necesario avisar a alguien. Negué con la cabeza, y se marcharon sacudiéndose las manos con una mueca de desprecio. El médico, sin embargo, me dio una palmada cómplice en el hombro antes de subirse a la ambulancia.

Me dejaron solo en la puerta. Manchado de sangre, con el hacha en la mano y oliendo a güisqui, a un güisqui muy caro, debía tener el aspecto de un criminal que maquinara su coartada. Una cucaracha, quizá la misma que se había burlado antes del agente, se presentó a mis pies. Fui implacable. No podía consentir su presencia en la casa, y menos ahora que los cuidados de la señora me iban a robar tanto tiempo. Por eso me inquietó no encontrarla en el piso de arriba. Supuse que se la habían llevado para hacerle algunas pruebas y me pregunté cuánto tardarían en traerla de nuevo. Debía darme prisa. En la cocina, le cerré los párpados al señor. Arrastré su cuerpo hasta el jardín y empecé a cavar dentro del corralito con una piqueta y un azadón pequeño. No podía hacer otra cosa con la mano vendada. La tierra estaba blanda, y en seguida creí tropezar con raíces, pero el olor que despedían fue como una bofetada. Había ido a cavar justo donde reposaban los restos de la vieja Agatha. Los tapé y volví a empezar a unos pasos de distancia. Cavaba con facilidad, pensé que terminaría antes de que trajeran a la señora, pero tras uno de tantos golpes de la piqueta, la tierra escupió un cascabel. Y ya no cavé más. Salí del corralito todo lo deprisa que me dejaron las espinas de los rosales, que se me enganchaban sin parar en los pantalones. No he vuelto a entrar. El señor descansa detrás del cenador. Dios sabe que rezo por él.

Desde que limpié la sangre de la cocina, las cucarachas parecen haberse retirado. Salvo el jardín, por el que nada puedo hacer, mantengo el resto de la casa en orden a la espera de que alguno de los niños aparezca. No será fácil explicar lo sucedido, aunque no he tenido noticias de ellos. Nunca supe los pormenores de la condena que cumple el niño, pero el tiempo transcurrido y los esfuerzos del señor por mantenerlos en secreto, incluso para la familia, delatan una condena muy larga. Qué haría el pobre infeliz. No saber de la niña es más extraño porque, conociéndola, me pregunto cómo se las arreglará en Londres, si es que todavía sigue por allí. No puedo decir que me sorprenda la falta de interés por saber de sus padres; tampoco, que eso haga la espera más difícil. Puedo esperar y, si viviera mi esposa, podría esperar eternamente. Cómo la echo de menos. Sé que esta situación no le gustaría, pero sin ella a mi lado tanta tranquilidad empieza a parecerme casi un desperdicio.

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