Tengo frío y estoy triste. Y no puedo hacer nada por evitarlo. Quizá si me mantengo distraído, me sentiré un poco mejor. Mis pensamientos corren veloces y no soy capaz de contenerlos. ¿Cuánto tiempo hace que salí de mi país? Ya ni lo recuerdo. Pero todavía puedo, si cierro los ojos, imaginarme rodeado de sus parajes áridos e inmensos, cubiertos de nubes rotas y cielos transparentes. ¿Seguirá esa misma luz limpia y cegadora circundando cada rincón de mi tierra? Ese fulgor que me enseñaron a rehuirlo y, muchas veces, a odiarlo, es ahora mi más vívido recuerdo.
Mi vida nunca ha sido fácil. Desde muy pequeño me di cuenta de que era distinto a la mayoría. Mi madre me decía que tenía los ojos del color del Ukerewe, el gran lago, y la piel blanquecina como la sabana moteada de acacias solitarias. Yo era feliz con ese amor incondicional y limpio de mi madre, con esas palabras almibaradas que me presentaban la realidad más bonita de lo que, en definitiva, era. Sin embargo, mis recuerdos de la infancia no son agradables. Aunque fue de más mayor cuando supe las verdaderas razones, crecí rodeado de cuentos fantásticos y crueles sobre niños albinos, una rareza en el África negra. Pronto fui consciente de que mi presencia causaba extrañeza y cierto temor. Inclusive un inusitado odio que me inquietaba y me hacía huir de cualquier tipo de compañía. Algunas personas consideraban a los albinos como fantasmas, como un castigo infligido por los dioses. Otros, simplemente admiraban el halo mágico que nos proporcionaba nuestra apariencia.
Recuerdo cómo me aterraba el escuchar esas historias de infantes asesinados al nacer o aquéllos que sus madres escondían toda la vida por miedo a que pudieran ser lastimados. Cuando no era más que un niño, unos vecinos intentaron secuestrarme, pero mi padre y mis hermanos mayores pudieron rescatarme de lo que, muy posiblemente, hubiera sido una muerte segura. En la zona ya había desaparecido otro menor de mis características, hacía unos meses, y la gente comenzó a decir que un curandero que conocíamos le había asesinado y había hecho con él magia negra. Posiblemente yo hubiera corrido la misma suerte.
Algunas creencias populares en mi país nos consideran como objetos mágicos. Poseer un mechón de nuestro cabello puede darte suerte para pescar más y mejor o para encontrar tesoros escondidos bajo tierra. Incluso algunos piensan que yacer con nosotros puede curar graves enfermedades o aumentar su vigor. No se dan cuenta de que nuestra vida es un auténtico infierno. Para poder sobrevivir allí necesitaba atención médica y tratamientos que eran inalcanzables. ¿Qué futuro podría tener en mi tierra? Con mis características no podría dedicarme al campo ni al pastoreo. Ni de niño podía jugar en la calle hasta que atardecía. Ni tan siquiera podía ayudar a mi familia a buscar agua. Me sentía una carga para ellos.
Ya sé que otras personas también tienen problemas y han salido adelante. Un amigo mío nació con el labio leporino, otra señal de castigo de los dioses, según algunos. Pero él ha sabido ganarse la vida y ser autosuficiente. Aún a sabiendas de que, si hubiera recibido tratamiento quirúrgico en sus primeros años, ahora sería una persona normal, se siente feliz con el regalo de la vida y no maldice su suerte. Sin embargo yo no vi otra salida que marcharme.
Supongo que era algo que había tenido en mente desde que tuve uso de razón pero me faltaba un estímulo adicional para hacerlo. Cuando otro chico albino de la aldea apareció muerto con grandes signos de violencia lo vi claro: si seguía allí terminaría o con cáncer de piel, sin ningún tipo de acceso a asistencia médica, o en una cuneta, víctima de unos asesinos a sueldo. Así que con lo poco que tenía ahorrado y lo que había acumulado mi familia en toda una vida de trabajo y miseria, me decidí a pagar una parte del viaje que me llevase a Europa, al paraíso en la tierra. El resto del importe lo pagaría mi familia y también yo, con lo que ganásemos el resto de nuestras vidas.
Recuerdo el día en el que me marché. Cuando me despedí, mi madre lloraba silenciosamente, discreta y contenida como la enseñaron a ser. Solamente me dijo una vez que no me fuera. «El que le haya pasado eso a ese chico no significa que te vaya a pasar a ti»-me susurró. Pero yo ya estaba decidido. Estaba convencido de que, en ese asunto, la policía había mirado para otro lado. Yo podría ser el siguiente en la lista. ¿Qué porvenir me esperaba allí? Ese recuerdo de mi madre diciéndome adiós con su mano curtida, esa mujer enjuta que parecía a punto de quebrarse con el viento que susurraba mi despedida, me acompañará siempre. Seguramente nunca la volveré a ver. Ahora mismo ni tan siquiera recuerdo nítidamente sus facciones. Parece que se han difuminado con las lágrimas que tengo contenidas desde entonces. Prometí escribirla pero no he tenido valor para hacerlo. ¿Qué cosas buenas podría contarle? A lo mejor se ha muerto. Si es así, no quiero saberlo. Quizá sí que ella habrá pensado que morí en el camino. Ese terrible tránsito al paraíso anhelado que parece un purgatorio infinito del que nunca salgo. No quiero recordarlo. Las horas de miedo, hambre, dolor, angustia hasta que llegué al mar. Y luego los días de sufrimiento en la travesía por el mediterráneo en un cayuco inmundo, atestado de muertos en vida. Y todavía puedo decir que tuve suerte. Suerte porque no me apresaron y pude entrar en España.
Cuando llegué aquí pensé que todo iba a ser distinto. Por fin podría tener un trabajo, una casa, una vida. Ser feliz. Pero todo fue un espejismo. Al poco tiempo conseguí que me aceptaran como jornalero en el campo, con un compañero de viaje. Pero el sol en España también abrasaba y empecé a sufrir quemaduras en mi piel, muy profundas. Me empezó a dar fiebre y, una mañana, me desmayé mientras recolectaba la fruta de los árboles. Tras este suceso, el patrón, para el que trabajaba de sol a sol a cambio de un jergón, una comida al día y unos cuantos euros que, casi siempre, se le olvidaba darme, me dijo que no podía trabajar más allí. Mi compañero de viaje me dijo que tendría que verme un médico pero que, al ser un «sin papeles» no tenía derecho a asistencia sanitaria. Recuerdo que, unos días antes, un compatriota me había contado que ya en nuestro país una persona con mi problema hubiera tenido acceso gratuito a atención médica. Y si eso fuera verdad, ¿yo he llegado tan lejos para esto?, me pregunté, desesperanzado.
La única solución que encontré fue marcharme a una gran ciudad. Por lo menos evitaría los rigores del campo en verano e intentaría encontrar un trabajo. Una decena de los cientos que trabajábamos allí habíamos decidido ir a la capital de la provincia a probar suerte. Mediante dos camiones que llevaban la fruta al mercado central de la ciudad, llegamos en unas horas a la urbe. En un descampado, nos apeamos y decidimos desperdigarnos por la ciudad para buscarnos la vida. Recuerdo el día en el que pisé por primera vez sus calles, lleno de esperanza e ilusión. No sabía por dónde empezar. Había aprendido a leer y a escribir así como ciertas nociones matemáticas en los varios años que había podido ir a la escuela de mi aldea, hasta que tuve que dejar de asistir, cuando empezaron las persecuciones a niños como yo en mi zona. Fue entonces cuando mi familia pensó que lo mejor era que me quedara en casa y no me dejara ver, por lo que pudiera pasar. Además de lo que aprendí en mi país, en el tiempo en el que estuve trabajando en la recolección de fruta había aprendido algunas palabras y frases en español. Todo esto no era mucho para empezar, pero era lo único que tenía. Eso y mis ansias de ser feliz.
Sin embargo, no encontré trabajo. Me ofrecí a ayudar en un mercado, en los puestos de verdura, de pescado, de carne, de cualquier cosa. Me abalanzaba a las cajas de alimentos para intentar ayudarles a llevar su mercancía, solicitando, en contraprestación, un poco de dinero o algo de comida. Pero a veces me malinterpretaban, pensando que quería robarles, y me despedían a voces o con algún empujón. Un vendedor se apiadó de mí y me regaló dos manzanas. Eso fue lo único que comí durante mis cinco primeros días en la ciudad.
Los días siguientes deambulé por las calles. En un principio iba siempre al mismo parque a asearme en una fuente donde también saciaba mi sed y llenaba, con algo, mi estómago. Pero pronto dejó de importarme mi aspecto. La suciedad de mi piel había conseguido hacerme invisible. Ya no era un negro albino cuya imagen causaba extrañeza. Ya era un fantasma más, hambriento, sucio, triste y desamparado, excluido de un mundo en el que era incapaz de integrarme. En mi tierra mi aspecto me perseguía; en España mi pobreza me deja fuera de todo lo que anhelo. Es como si estuviera detrás de un inmenso muro circular que rodeo sin esperanza. Un muro altísimo e imponente sin puertas donde llamar, por más que me empeño en buscarlas.
Las semanas y meses han pasado. Todo ese tiempo he sobrevivido pidiendo limosna. Recuerdo que en un principio me daba mucha vergüenza hacerlo. Incluso la primera vez que pedí algo de dinero estaba tan asustado y hundido que mis lágrimas reblandecieron el corazón de una señora, que me dio unos cuantos euros. Lo que nunca he hecho, ni estoy dispuesto a hacer, es robar. Ya me siento bastante mal con mi situación como para también odiarme por algo así.
Con la llegada de los primeros días del invierno empezó mi verdadero vía crucis. Un día me refugié en un cajero automático de un banco, pero unos chicos, a medianoche, me despertaron e intentaron darme una paliza. Recibí unos cuantos golpes pero pude huir. Sin embargo, tengo mucho miedo cuando empieza a atardecer. Así que duermo todas las noches en mi banco del parque, rodeado de cartones y unas mantas viejas que encontré. Pero este frío me está matando. No sé cuánto tiempo podré aguantar aquí a la intemperie, con este viento gélido de noviembre. Y además esta tristeza terrible que no me deja casi ni respirar. ¡Me siento tan solo! Únicamente mis pensamientos sobre mi tierra me hacen feliz. Por lo menos allí tenía a mi madre, a mi familia, a ese esplendoroso sol del que tanto huía. Ahora no tengo trabajo, ni tan siquiera me puede atender un médico. La gente con la que me cruzo por la calle me mira pero no me ve. Me miran pero me borran de su mente en un instante. Soy transparente, soy uno más al que olvidar. Por lo menos en mi país era alguien, tenía un nombre, tenía sueños. Ahora no tengo nada. No tengo ni de qué huir. Quisiera volver a casa. Quisiera que ese sol que me abrasaba lo siguiera haciendo ahora y eliminase estos escalofríos que siento. ¡Qué triste estoy! Me empieza a faltar el aire. No puedo pensar. No puedo respirar.
¿Qué ha sucedido? Han pasado minutos, quizá horas, días, semanas, no sé. Debí de desvanecerme. Lo único que recuerdo, como en un sueño, es verme rodeado de unas personas que parecía que me estaban ayudando. Una de ellas me sujetaba fuertemente la mano, como señal de amistad y confianza. Comencé a respirar mejor. Tenía una mascarilla puesta en mi nariz y boca y me estaban inspeccionando las pupilas con la luz cegadora de una minúscula linterna. Me decían que me tranquilizase, aunque no estaba asustado en absoluto. No sé la razón, pero no tenía ningún miedo, sólo un profundo alivio. Trataban de decirme que me iban a llevar a otro lugar para poder atenderme mejor. Me vi asintiendo instintivamente. Lo único que recuerdo después es que respiré profundamente, como si nunca hubiera tenido aire en mis pulmones, como si hubiera permanecido minutos interminables debajo del agua. Y en ese momento, un enorme sopor me invadió. Sólo quería dormir. Después comenzó un inmenso paréntesis de oscuridad hasta que desperté en esta cama.
Han transcurrido los días. Según me han contado, tras un tiempo en el hospital, he pasado más de dos semanas recuperándome en este centro de acogida. Ahora me siento mucho más fuerte y animado. Por fortuna, la hipotermia y la anemia van por buen camino. Un médico que me ha atendido aquí me ha dicho que todo va bien y que, incluso, van a hacerme un tratamiento para aliviar mis quemaduras en todo el cuerpo. Además, he recibido unas cuantas visitas de un trabajador social que sabe mi idioma. Me ha parecido como un sueño hecho realidad oír de nuevo las palabras de mi lengua madre. Me ha relatado que, el día en el que me recogieron y me trajeron aquí, un transeúnte les había avisado de mi estado. Parece ser que les llamó porque se asustó al verme con convulsiones, tumbado en el banco. En vez de llamar a la policía, llamó a esta ONG. Una verdadera suerte para mí. La entidad a la que pertenece este centro, además de proveerme sustento y, cuando esté en condiciones físicas adecuadas, apoyo educativo, también me va a ofrecer orientación laboral para poder buscarme un futuro. Aparte de todo esto, he recibido una gran noticia. Hoy estoy realmente esperanzado al pensar que la fortuna, por fin, me sonríe. Y es que, en su última visita, hace poco más de media hora, el trabajador social me ha prometido que, la próxima vez, vendrá acompañado de un abogado de la asociación. Están convencidos de que mi caso podría encontrarse en uno de los supuestos de solicitud de asilo y van a ayudarme a realizar las gestiones oportunas para tramitarlo.
Además, escuchar de nuevo mi idioma me ha puesto nostálgico. Hoy, tras mucho tiempo, he vuelto a recordar nítidamente la cara de mi madre. Desde que huí de mi casa, no había vuelto a tener en mi mente una imagen tan clara de ella. Es curioso que ya no la recuerdo llorando en silencio en mi despedida. La recuerdo alegre, besándome las manchas blanquecinas de mi cara, una tarde cualquiera de nuestra vida juntos. Es como si los recuerdos fueran de la mano del porvenir y compartieran su misma alegría o tristeza. Y ahora toca ser feliz o, por lo menos, merece la pena dar todo de mí para poder intentarlo. Desde la ventana de esta habitación, miro la luz del atardecer. El cielo se quiebra en decenas de colores mientras retumban en mis oídos las palabras de esperanza que he escuchado hace unos minutos. Esas palabras me suenan a agua dulce, a viento cálido, a la tierra ocre de mis antepasados. Una tierra que algún día prometo volver a pisar.
OPINIONES Y COMENTARIOS
comments powered by Disqus