El avión ya estaba muy próximo a Vientián. Había perdido la cuenta de  las veces que regresaba a este hermoso país, Muang Lao para la gente local; y año tras año volvía a pensar en ella; en mi adorable y desafortunada Madeleine. 

Para empezar a contar esta historia lo correcto es que me presente. Mi nombre es Pascal Leblanc.  Soy profesor de Escuela Primaria desde hace muchos años y trabajo en París, en la Escuela Pública Lafayette;  aunque desde hace más de diez años, en mis vacaciones de verano, vengo un mes a trabajar de voluntario a Laos, últimamente a través de ‘GlobeAware’, para escolarizar a los niños y las niñas de las zonas rurales menos favorecidas del país. Creo que no hay nada en la vida que me aporte experiencias más gratificantes e intensas que los días que, todos los veranos, paso en este lugar. No hay nada en el mundo más hermoso que la dulzura y la sencillez de estos niños asiáticos que no disponen de nada pero que son capaces de entregarte todo. Nada es comparable con este hermoso lugar.

Mi primer año en la escuela del Orfanato de Houayxay, a orillas del río Mekong,  conocí a Madeleine. Aquella pequeña traviesa era la viva imagen de la bondad y la felicidad. Con sus siete años recién cumplidos Madeleine jugaba como la que más con los demás niños aunque siempre fuera a todas partes apoyada en su inseparable muleta de madera, debido a que las minas anti personas habían acabado con la vida de sus padres y hermanos y habían mutilado su pequeña pierna derecha. Si la amargura, la tristeza o el rencor estaban presentes en aquella niña debían estar bien escondidos en lo más profundo de sus enormes ojos negros que irradiaban dulzura, alegría y, pese a su corta edad, sabiduría. En cada conversación con Madeleine descubrí y aprendí más del budismo y de la vida que lo que habría podido aprender con cien libros de Historia.

Nunca olvidaré la tarde en que me maravillé de la naturaleza de aquella pequeña. Tras la hora del almuerzo, después de las clases matutinas, todos los niños disponían de un tiempo libre para dormir antes de reanudar las clases de nuevo por la tarde. Yo disponía del mismo tiempo de descanso, pero aquella tarde me quedé despierto observando los colores del atardecer sobre el cauce del rio Mekong a través del ventanal de mi habitación. De repente vi a Madeleine caminando con dificultad en dirección al río. Llevaba un hatillo en una de sus manos que le impedía agarrar bien la muleta, pero su caminar era firme y cantaba mientras caminaba. Madeleine no escuchó mi llamada de aviso, así que salí de mi habitación para seguirla, ya que no era habitual que alguien saliera del Orfanato en las horas de siesta.

Es curioso observar lo altruista y desprendido que puede llegar a ser un niño. Da qué pensar cómo los adultos perdemos con suma facilidad la esencia de lo que es justo, bello u honesto a medida que dejamos de ser niños. Encontré a Madeleine sentada en la orilla del río rodeada por varias camadas de gatos que jugaban alegremente con ella, se dejaban acariciar o ronroneaban en su regazo, mientras que los más cachorros devoraban la comida que la niña les había llevado. La comida en el Orfanato era más bien escasa para todos, y salvo por el arroz y la verdura que había en abundancia, los trozos de pan, aves o pescado no formaba parte de la dieta diaria con asiduidad. Sin embargo, Madeleine siempre dejaba su comida a la mitad para guardar aquellos trozos a sus gatos, por mucho hambre que ella tuviera. Cuando me acerqué a ella, lejos de sorprenderse, me acercó la comida con sus pequeñas manitas para que yo también les diera de comer. – Así le conocerán Monsieur Pascal – dijo riéndose.

Aunque parezca un contrasentido no hay nada más enriquecedor en el mundo que trabajar con la pobreza. Es bien sabido que los niños son iguales en todas las partes del mundo, pero los niños pobres de mi Orfanato me han enriquecido de tal manera que me siento felizmente obligado de devolverles, en cada visita, todo lo que me aportan cada vez que vengo. No puedo explicarlo de otra manera. El compañerismo, la lealtad, el amor, el sacrificio, son los pilares básicos en un mundo en el que lo escaso es lo común y la dura realidad se convierte en aquello que hay que salvaguardar, aquello que hay que amar porque es lo que que tienen, porque es lo que forma parte de sus vidas, y porque esa realidad es la que conforman sus amigos, sus alegrías y sus sueños. Una vez leí una frase de un Premio Nobel de Literatura, el turco Orhan Pamuk, que me dejó impresionado: ‘Las novelas son segundas vidas’. Si aquella frase era cierta mis veranos en Laos formaban la novela de mi vida; una novela en la que yo escribía la realidad de mi segunda vida desprendida de arquetipos socioculturales y prejuicios adquiridos; una novela en la que yo estaba dispuesto a escribir, año tras año, los capítulos que hicieran falta. 

Ese primer año que trabajé en el Orfanato de Houayxay me sirvió para darme cuenta que con Madeleine todo era posible, hasta cambiar mis percepciones y mis valores de la realidad, y aceptar que aquellas personas pobres lograban entregarme tanta riqueza personal  que el más pobre de todos no era otro más que yo. Pasados los primeros días yo no lograba diferenciar si la euforia y la alegría de que los niños hubieran aprendido, por ejemplo,  nuevas palabras en inglés les hacían más felices a ellos o a mí. O quizás todos formábamos parte por igual del éxtasis de aquellos mágicos momentos.

Mi segunda colaboración en Laos, el siguiente verano, fue tremendamente fructífera. Durante todo el tiempo que pasé en el Orfanato Madeleine me explicó los principios básicos de su religión de una manera tan sencilla y natural como solo un niño puede hacerlo. Los padres de la pequeña, que habían muerto a causa de las minas, eran creyentes budistas y habían enseñado a la pequeña su filosofía desde que nació. 

Ser pobre, ser huérfana porque tus padres y hermanos han muerto cruelmente de manera injusta, y haber sido mutilada por el mismo hecho es una tremenda desgracia que suele ser difícil de superar para cualquiera; sin embargo Madeleine me contaba que Buda dijo que la vida era sufrimiento y que así había que aceptarlo, aunque esto no significara estar triste. La felicidad también formaba parte de la vida y conseguir esa felicidad, erradicando el sufrimiento, era su tarea principal. Madeleine era feliz. Feliz al aprender cosas nuevas, feliz al compartir su comida, feliz al jugar con sus compañeros, feliz al cantar de noche sostenida sobre su muleta y feliz por cada acontecimiento que ocurría día tras día. Ese mes todos los alumnos, y yo mismo, nos embarcamos en la construcción de una especie de refugio de animales en donde sus amados gatos acudirían a diario para alimentarse y refugiarse.  En el tímpano de la entrada de aquel templo hecho de maderas, cartón y barro cocido, Madeleine había pintado una hermosa flor de loto. Cuando le pregunté por qué había elegido esa flor ella me explicó que las raíces del loto nacían atascadas en el barro, pero que conseguían sobrevivir en las aguas turbulentas y llegar a florecer como las flores más bellas de la Naturaleza.  – Ellas sufren, Monsieur Pascal, pero se alzan con el tiempo felices  para llegar a ser las flores más bellas y las que mejor huelen — dijo sonriendo.

Toda la educación que recibían los niños de mi parte me hacía sentir tremendamente orgulloso. Cada vez que aprendían palabras nuevas, leían nuevos libros en clase o se iniciaban en matemáticas cada vez más complejas me sentía extremadamente feliz. Las caras de los niños reflejaban felicidad y sorpresa cada vez que aprendían algo nuevo, y solamente esa visión compensaba con creces mi labor. Pero sin duda quien más aprendía era yo.

Comencé a acostumbrarme a acompañar a Madeleine al refugio de animales a diario en la hora de la siesta. Ella me sorprendía muchas veces hablándome de temas profundos con tanta naturalidad y sencillez, para una chiquilla de ocho años, que me dejaba boquiabierto. Ella me contaba que en sus creencias budistas la superación del sufrimiento para lograr la felicidad era el objetivo prioritario. Cuando le pregunté qué era lo que más deseaba para llegar a ser feliz ella me respondió que no deseaba nada salvo no depender de los deseos, ya que según su filosofía el sufrimiento era el resultado de los deseos y de la ignorancia. Si lo que deseábamos se cumplía podía volvernos avariciosos y egoístas y atarnos a nuevos deseos mayores e inalcanzables; y si los deseos no se cumplían podía llevarnos a la frustración, la ira o el odio.  Para la pequeña su meta era caminar de la manera más honesta por la ‘rueda del dharma’, un noble camino que comprendía una visión, un pensamiento, una conducta, un hablar, un actuar, una meditación, un esfuerzo,  una consciencia y una concentración correcta y honesta de la vida para vencer al sufrimiento y alcanzar la sabiduría. Escuchar  a una niña tan pequeña con tal profundidad de pensamiento me helaba la sangre, pero me maravillaba.

Reconozco que todas las conversaciones con Madeleine me fueron transformando. Si en París yo era un humilde profesor que intentaba volcar su buen hacer en la enseñanza de los niños, pero que a nivel personal no tenía claro ningún sentimiento religioso; en Laos me transformaba y me iba empapando, en cada visita, de un sentimiento humano y filosófico totalmente distinto. Vivía, como dijo Pamuk, en una novela. En una segunda vida. Aunque a día de hoy, después de tantas visitas y tantas experiencias, no sabría decir cuál sería mi segunda vida, si París o Laos.

En mi tercera visita llegué con la maleta cargada de libros. De todo lo que aprendían los niños y niñas del Orfanato lo que más les gustaba eran los libros. Adoraban los libros de Historia, los libros que hablaban de la Naturaleza de otros países (África les maravillaba), y sobre todo adoraban  los libros de cuentos. Si por la mañana las clases avanzaban a buen ritmo en las enseñanzas más tradicionales, por las tardes la magia entraba en el aula cuando leíamos libros. La concentración de los muchachos era total, mantenían los ojos brillantes y las bocas, en muchas ocasiones, abiertas de par en par.

Cuando llegué al Orfanato, antes incluso de deshacer mi maleta, recibí la triste noticia de que Madeleine estaba enferma, muy enferma. Fui corriendo a la enfermería y la encontré sentada en la cama dibujando sus flores de loto de diferentes colores. Ella ya me había enseñado lo que significaban los colores: el rojo el amor y la compasión, el azul la sabiduría, el blanco la pureza espiritual, el morado el misticismo y el rosa el color de Buda.

Al verla supe que la enfermedad era muy grave. Madeleine sonrió de alegría. Sus ojos, profundos y sabios, y su sonrisa no habían perdido nada de intensidad, pero su cuerpo estaba muy desmejorado, estaba demasiado delgada. La enfermedad la estaba devorando.

Pregunté a Madeleine por la sombrilla que estaba dibujando. No le había visto nunca dibujar sombrillas. Ella me sonrió y me explicó que la sombrilla le protegía de la enfermedad y le proporcionaba la sombra fresca que necesitaba. Tuve que contener las lágrimas y sonreír para que me viera feliz y contento de volver a verla. Le prometí llevarle un cuento, en el descanso del mediodía, que había traído en la maleta. Ella se emocionó y los ojos le brillaron; aunque su respuesta fue: .– ‘Gracias Monsieur Pascal, pero no olvide visitar antes a los gatos del refugio. Ellos se alegrarán de verle’.  Cuando regresé a la enfermería Madeleine estaba dormida y dejé ‘El Principito’ de Antoine de Saint-Exupéry, entre sus manos, dejándola descansar. 

Al día siguiente, cuando fui a la enfermería, Madeleine estaba con mucho mejor aspecto. Lo primero que me dijo al verme fue,  —‘Adoro a este niño. Espero que haya podido regresar a su planeta’  — Estoy seguro que sí, respondí yo.  Madeleine me entregó los dibujos de sus flores de loto y me dijo que las conservara por si un día veía al Principito se las pudiera dar y que la rosa de su planeta tuviera compañía. – No tengas ninguna duda de que lo haré, le dije sonriendo. Aunque quizás un día le encuentres tú, estoy seguro que seríais muy buenos amigos. Y Madeleine rió con ganas de alegría.

Dos días después Madeleine había muerto. Su pequeño cuerpo fue enterrado en el cementerio del Orfanato, muy cerca del refugio de los gatos. No he vuelto a abrir el libro de ‘El Principito’ que recogí de la mesita de la Enfermería hasta hace unos días. Y han pasado ya muchos años desde que nos dejo. He sonreído al ver dibujadas flores de loto sobre los propios  dibujos del autor, justo en ese dibujo en que el Principito está de pie junto a su rosal en el asteroide B 612.  He pensado que quizás ya se hayan conocido y estén juntos. Seguro que ella estará dando de comer a su cordero.

Después de tantos años sigo viniendo a trabajar al Orfanato de Houayxay, a orillas del río Mekong. Creo que cuando me jubile en París vendré definitivamente a vivir en este hermoso país.

Vine a trabajar con gente que yo creía pobre y son ellos los que me han enriquecido porque el pobre era yo. Después de tantos años viajando entre una y otra novela creo que los seres humanos somos todos iguales, salvo algunas personas ‘especiales’. Madeleine era una de ellas. Los deseos de medio mundo hacen sufrir al otro medio, porque sus deseos, su ansiedad,  no tienen final. Y la felicidad consiste en librarse de los deseos y encontrar la felicidad. No hay gente pobre o excluida, todos en algún momento de la vida somos pobres o estamos excluidos,  tan solo es cuestión de compartir lo que tenemos y ayudarnos por igual. Tampoco hay ‘lugares’ pobres en el mundo, es cuestión de voluntad, de mejorar, de compartir y de buscar, porque como dijo El Principito  — ‘Lo que embellece al desierto es que esconde un pozo en cualquier parte…’

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus