La llama que abrasó el mundo

La llama que abrasó el mundo

El portal se encontraba siempre abarrotado de gente, un trajín de personas no paraba de cruzar sus monumentales puertas de acero. Hasta las once de la noche. A esa hora el silencio reinaba en el antiguo barrio donde han vivido antiguas familias de la nobleza española desde tiempos inmemoriales.
Solo se oía el leve chirrido de un carro de la compra. Las manos que lo empujaban, anquilosadas y mugrientas, tiritaban de frío mientras avanzaba este por la amplia acera.
Podríamos describir el semblante del dueño de esas manos, pero eso no es importante. Nunca lo es. Es uno de tantos. Uno de demasiados.
Esta es la zona que se deja para el final en su búsqueda de comida en los contenedores de basura. En los demás barrios ha conseguido reducir la vergüenza que siente ante tal humillación a casi cero, pero este barrio es diferente. Aquí le conocen.
Su ascendencia es de la sangre más azul, pero para cuando el nació el azul había dado paso al verde, y este no tardo mucho en convertirse en negro. Nació entre flores, creció entre algodones y acabó viviendo entre cucarachas. Jamás podría mirar a esos ojos que le habían visto crecer y no derretirse de vergüenza. Al menos podía enorgullecerse de conservar ese quórum de dignidad.
Como cada noche a esas horas apenas quedaba nada de valor en los contenedores, o como solían llamarlos algunos de sus colegas: “los sacos de Papá Noel”. Sentía pena por ellos. Habían perdido toda esperanza y se habían convertido en unos cínicos. No les culpaba. Seguramente se uniría a sus filas en breve.
Ya estaba a punto de desistir cuando oyó una voz a sus espaldas. Era su antiguo profesor del instituto. Era el de Lengua Castellana. Siempre le había animado a que se presentará a concursos literarios y siguiera puliendo ese talento literario que solo el veía. Nada más cruzar miradas se tapó los ojos con sus débiles manos y se desplomó al suelo sollozando. Su profesor, ya entrado en años, se arrodillo ante el y le agarró por los hombros.
No dijo nada. Solo le miró a sus párpados cerrados hasta que estos quisieran abrirse ante el. Al final cedieron y contemplaron la cara de un anciano bonachón que le miraba con los ojos más tristes que jamás hubiera visto. Se miraron durante minutos que parecieron horas hasta que el anciano profesor susurró unas palabras:
– Hay llamas que son tan intensas que el mundo tiene que apagarlas para que no se extiendan. Por suerte la tuya aún no se ha extinguido del todo. Deja que mi último aliento avive la llama que sin ninguna duda abrasará este mundo por completo.
Y, sin ninguna duda, el mundo ardió a sus pies.

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