EL PRISIONERO QUE PERDIÓ LA GRACIA DEL SOL

EL PRISIONERO QUE PERDIÓ LA GRACIA DEL SOL

GRENDEL XUS

29/06/2015

Gerardo nació en la bonita ciudad de Granda. Tuvo una infancia más o menos feliz y una adolescencia nada brusca, repleta de amigotes y también de varios amores.

  Todo cambió  cuando a los 18 años decidió no trabajar nunca más. Sus padres se desesperaron con él.  Se dedicó a pequeños (y después grandes) robos, extorsiones y algún secuestro, hasta que la Guardia Civil le pilló. Le cayeron 50  años. Se marchó llevándose tan sólo un poco de ropa y una fotografía ajada  de sus padres. 

Cuando llegó allí a la prisión, tardó poco en acostumbrarse a esa vida rutinaria, no sin antes tener una importante reyerta con el principal preso capitoste. Sin embargo, salió bastante airoso  y le dejaron en paz.  Gerardo hizo suyas las largas noches insomnes. Al principio llenas de alcohol  y al final sólo de libros.

Porque la verdad era que  había  un hecho crucial que le diferenciaba de todos sus compañeros de celda: conocía perfectamente la vida y las obras del escritor japonés Hiraoka Kimitake, más conocido por Yukio Mishima.
 La desmesurada influencia que el autor de El marinero que perdió la gracia del mar ejerció sobre Gerardo hizo que éste tomara una decisión muy importante: se suicidaría el día que cumpliera cincuenta años. Ahora tenía veinticinco. Si se portaba bien, saldría de la cárcel antes de los 50…
 Muchos días y muchas noches pensó sobre la muerte de Mishima: le impactaba que este hombre se hubiera practicado el rito ancestral del seppuku (vulgarmente llamado hara-kiri) ante un numeroso público. Le  fascinaba también como había sido capaz de moldear un cuerpo perfecto y musculoso a partir del cuerpo débil que tenía, y del que siempre se avergonzaba. Gerardo se maravillaba también de su literatura y de la defensa encarnizada de los valores tradicionales japoneses.
 Gerardo pensó entonces que él también haría lo mismo que Mishima. Pero lo tendría más fácil que él: se daba un plazo de veinticinco años para elegir qué muerte deseaba. Él estaba convencido de que el declive de las personas empezaba a los cincuenta años. Obsesionado por esta idea y por su continuo rechazo a la vida, leyó un montón de libros que le informaban sobre métodos de quitarse la vida, sobre las motivaciones, sobre creencias en otra vida -él se convirtió en  agnóstico- y sobre personas famosas que se habían ido por propia voluntad. Se informó sobre el rápido suicidio de Hemingway, sobre el ahogamiento de la Woolf y también muchos otros: London, Árguedas, Montherlant. También se interesó sobre la sífilis consentida que cogió Nietzsche habiendo elegido una chica infectada de un prostíbulo, lo que le llevaría a la locura y a la muerte. Tampoco se cansó de leer a Emil Cioran, el teórico de los suicidas y el más práctico anti-suicida de todos.

 Los años pasaron rápidos y rutinarios. Sin ningún tipo de susto ni ninguna sorpresa. Sólo rompió la monotonía de la prisión el día que su padre le comunicó por teléfono la muerte de la madre. Lo sintió mucho, pero no quiso ir al entierro.
 Sólo pensaba de qué manera se quitaría la vida: ¿un rápido disparo en la boca?, ¿correr en sentido contrario al tren que le vendría de cara? ¿o tirarse de un octavo piso simulando que volaba? Planificó más de mil maneras de morir.  Pensó en tantas que llegó a amar la muerte tanto como a despreciar la vida, su vida.
 Por fin ésta cambió cuando, por buena conducta, hicieron que tuviera que abandonar la cárcel. Lo soltaron. Tenía cuarenta y nueve años, sólo le quedaba su padre y no sabía hacer nada más que robar y leer. Volvió a Granda. Allí, buscó trabajo. Sólo encontró una faena de peón de albañil.
 Al padre, que ya era muy mayor, le soportaba. Vivían juntos en el mismo piso. Pero añoraba la cárcel, allí estaba seguro. Sin embargo, Gerardo esperó pacientemente el gran día de su muerte durante casi un larguísimo año, aunque todavía no tenía decidida la forma de morir. La obsesión de Gerardo se volvió más frenética a medida que se iba acercando el gran día. Finalmente, decidió como moriría: iría a la plaza del Ayuntamiento de Granda, llamaría e insultaría al alcalde y cuando éste saliera al balcón se rociaría de gasolina y se prendería fuego, a lo bonzo. Sería una muerte impactante que, seguramente,  saldría en la prensa. A él, sin embargo, le sería igual.
 El día antes del gran día, Gerardo estaba muy nervioso. Era un día caluroso del mes de octubre. Terminó de preparar el mortero para los albañiles con la hormigonera, mientras pensaba que nada de este mundo no le podría impedir que se suicidara mañana.  
   Miró el sol y pensó que se reía de él. Pasó la mañana trabajando y se fue  a almorzar.
 Por la tarde, volvió a ir a trabajar. Preparó una nueva argamasa para los albañiles que estaban arreglando la fachada. Pero toda una serie de desgraciadas coincidencias hicieron que un ladrillo resbalara de la mano de un albañil, que rebotara contra la red del andamio, luego contra un tablón, de nuevo a la red y que, finalmente, fuera a parar justo al centro de la cabeza de Gerardo, que estaba debajo y que se acababa de quitar el casco, porque tenía mucho calor porque el sol calentaba mucho. La muerte fue fulminante: quedó tendido en el suelo con la cabeza destrozada.
 La finalidad obsesiva de Gerardo, sin embargo, había sido alcanzada: sólo habían variado las circunstancias, un pequeño error de cálculo de tiempo y, evidentemente, la motivación.

 

 

 

 

 

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