Aquella noche me preparé una cena ligera y encendí la televisión. Tras recorrer varios canales con programas aburridos o series sobre crímenes sangrientos, me paré en un documental que hablaba sobre cómo sería la robótica en el planeta dentro de varios siglos.
Solo pude disfrutar del documental una media hora. Después me dirigí a mi habitación, me puse el pijama, y me metí en la cama. Pero antes de apagar la luz de la habitación, comprobé que la alarma del móvil tenía la hora puesta correctamente para levantarme a la misma hora de siempre y, posteriormente, me quedé dormida de lado.
A la mañana siguiente sentí la melodía del despertador del móvil a mi lado y una voz que me decía:
–Ya es la hora de levantarse señora, el desayuno estará listo en diez minutos, y la ducha de desinfección y masaje le está esperando– me decía Margarita, la robot de asistencia doméstica modelo D3146J del año 3074, tan vendida y anunciada aquel año en la televisión.
–Sí Margarita, ya lo voy a hacer, pero … ¿dónde está Alberto?– respondí yo y pregunté a aquella máquina de aparencia humana con cofia, uniforme y delantal.
–El señor ha tenido que salir antes hoy, pues tenía cita con el médico antes de ir al trabajo.
–¡Ah!, es verdad, me lo dijo ayer por la noche cuando llegué a casa del trabajo, ya no me acordaba. Gracias, Margarita, puedes retirarte.
–Sí, señora, y recuerde que tiene que desayunar en diez minutos.
Me levanté de la cama y fui al baño, Margarita ya me había dejado la ropa preparada, como siempre, dentro del pequeño armario del baño. Por lo que me desnudé y al acercarme a la misma, la puerta de cristal se abrió sola, mientras que una voz me preguntaba a qué temperatura quería el agua.
–Templada, por supuesto –le contesté–.
Después de la ducha unas manos robóticas masajearon mi espalda, y antes de salir de allí una voz me dijo que cerrara los ojos ya que iban a proceder con la desinfección corporal. De este modo, me puse unas gafas protectoras y una pequeña mascarilla que con tal motivo estaban allí apoyadas, y entonces una especie de vapor, me rodeó el cuerpo de arriba hacia abajo durante unos dos minutos hasta que se dispersó. Entonces, salí de la ducha, dejé apoyada la mascarilla y las gafas sobre un mueble del baño, y me puse una ropa interior y un mono con un cinto de una fibra muy fina pero caliente, suave e impermeable.
Salí de aquel baño y recorrí un largo pasillo hasta llegar a la cocina, donde ronroneaba en su cestita, Rauser, la gatita robótica M45, que había comprado a mi hija unas navidades, mientras que a mi hijo David, le había tenido que comprar el perro Dolfus modelo XD100. Que, por cierto, estaría en la habitación del mismo haciéndole compañía.
Y la gente se preguntará el por qué de animales robóticos y no de verdad. Pues había fundamentalmente dos motivos: el hombre había creado un virus experimental que solo afectaba a los seres humanos pero sin llegarlos a matar, mientras que desconocían que sí afectaba y mataba a los animales que entraban en contacto con el mismo. Así, lo probaron en seres humanos para ver la reacción en los mismos, pero estos se lo contagiaron a sus mascotas y sus mascotas a las demás en sus paseos por las calles, hasta casi llegar a extinguirse los animales domésticos. Por lo que por aquel entonces, el perro y el gato se habían convertido en animales de zoológico debido a su escaso número. Además, la otra razón que apoyaba su escaseo, es que las normativas de las ciudades y pueblos se habían vuelto muy estrictas con la limpieza de las calles, y habían prohibido a sus ciudadanos, que los animales hiciesen sus necesidades en las mismas, cuyo castigo por incumplimiento, era la pérdida de la mascota, que se donaría a algún zoológico.
En aquella cocina, en una mesa alta blanca, con sillas blancas, me esperaba un vaso blanco y una bandejita también del mismo color. Margarita, mientras me aproximaba a ese extraño desayuno, arreglaba uno de los tiestos de las flores Fúluòléi sī-95 vendidas desde hace años en los grandes almacenes chinos Dà jī nuò shāng bào de la calle Lóng. Estas servían para atrapar moscas, mosquitos y toda clase de insectos domésticos, además de localizarlos y exterminarlos con un compuesto químico que echaba la flor desde un pistilo como si fuese un antiguo aerosol.
Me senté delante de aquel desayuno y destapé la pequeña bandeja blanca en la que había empaquetadas con envoltorios en blanco, y con unos pequeños escritos, una especie de galletas cuadradas, en las que ponía: fibra, hidratos y vitaminas. Y al destapar el vaso había una especie de batido blanco semejante a la leche pero de sabor diferente, ya que, debido al virus que se había propagado entre los animales, las vacas, entre otras especies de animales de las que nos nutrimos, se habían extinguido. Y los científicos llevaban años intentando clonar gallinas, cerdos, vacas, pavos, etc, con éxito relativo, ya que algunos especímenes llegaban a vivir varios años, otros se morían al año o incluso en menos tiempo, pero los productos que nos ofrecían estos animales llevaban el virus mutado, y este sí que nos afectaba produciéndonos su consumo deterioros cerebrales y físicos irreversibles.
Una vez acabado este desayuno, Margarita me recordó que debía recoger las gafas protectoras de rayos UV, para toda la familia, en la óptica de la calle Siros 41, pues hacía ya bastantes años que el agujero de la capa de ozono había aumentado, obligando a todo el mundo a salir a la calle protegido con ese traje de una fibra especial que protegía de esos ra-
yos solares tan perjudiciales.
Salí de la casa y el sol brillaba con fuerza. Notaba que este quemaba, pero yo no tenía calor gracias a aquel traje que también regulaba la temperatura. Mirando mi reloj multifunción AURUS-K-L1000 comprobé que eran las nueve de la mañana y que estábamos a 50 grados
centígrados. Después grité Nurbium, y se fue acercando lentamente un coche rojo que, delante de mí, abrió la puerta del conductor. Me introduje en este, y una vez sentada en él, me deseó los buenos días, y seguidamente me preguntó qué canal de radio o televisión quería oír, me ofreció un listado por temas, pero yo solo quería escuchar un poco de música sensorial del canal Sensitivemusic. Y después me recordó que según la agenda prevista hacía una semana, debía ir hoy por la mañana a recoger unas gafas sol “antiUV” a la calle Siros 41 en mi óptica habitual y después hacer una breve visita a mis padres a la residencia “Edad de Oro”.
El coche me llevó en modo automático hasta aquella óptica tan comentada aquella mañana. Me dejó delante de la misma, y se fue a estacionar a un parking subterráneo próximo a la Avenida 3. Y entré en el bajo de un edificio cubierto de unos grandes espejos oscuros compuestos de un material que impedía que los rayos solares, incluidos los UV, penetrasen en el edificio. De este modo, una vez dentro, una voz en “off” me invitó a que me sentara en un cómodo sillón ya que en tres minutos me atenderían. El sillón era grande, cómodo y confortable, tanto, que me quedé dormida en él. Cuando abrí los ojos notaba unos pequeños lamidos en la cara, era mi gata Rauser, y comprobé el reloj del móvil, cuya alarma sonaría en cinco minutos. Me reí de la situación, estaba en la habitación de siempre, junto a mis mascotas, y a las ocho de la mañana sonaría el despertador del móvil para que me levantase y me vistiese, pues tenía cita con el médico de atención primaria. Así lo hice, me levanté y cogí la ropa del armario para llevarla al baño donde me quería dar una ducha antes de desayunar. Por lo que salí de la habitación, y por el pasillo, me detuvo una voz que me decía “El desayuno estará listo en diez minutos, señora, y la ducha de desinfección y masaje le está esperando”. Me quedé helada.
<?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» />
OPINIONES Y COMENTARIOS
comments powered by Disqus