Salí a caminar de noche. La brisa arrastraba un olor a barbacoa de vecindario residencial que casi camuflaba el olor del mar. No tenía ni un destino ni tampoco un plan. Esa noche quería ser víctima del azar. Cogí el atajo que mi padre me enseñó cuándo era un niño; un sendero de tierra que comenzaba justo detrás del jardín de los Válery para llegar antes a la playa nudista de Milos. Tuve la suerte de no encontrar a nadie allí. Recuerdo que en ese momento me deleité jugando con el doble sentido que esa noche le podía sacar a Milos, sobre lo nudista que era esa playa y lo desnuda que estaba esa noche. 

Me acosté en la arena, paralelo a las olas del mar, y saqué el móvil del bolsillo. Miré mis notificaciones, mensajes y demás cosas que me agobian cada vez que lo tengo en las manos. Es como si constantemente me estuviesen recordando que el mundo puede seguir girando sin mi. 

»Cariño, he salido con las chicas a tomar unos cocktails. Te he dejado la cena en el horno»

»Hemos comenzado la partida online sin ti, ¿por qué no te has conectado? Estas cosas no esperan.»

Que mi chica no me esperase para cenar juntos ese pollo recalentado y que mis colegas comenzaran esa partida de poker online con desconocidos sin mi, me hizo replantearme hasta que punto tenía yo la culpa por desaparecer esa noche.

Comencé a recordar mi infancia de la manera más práctica posible, hice castillos en la arena, salté las olas. Escribí el nombre del amor de mi vida en la orilla y me subí las rocas más altas. Le di rienda suelta al niño que llevaba dentro y, como buen mocoso, estaba inmerso en mi fantasía y me sentía libre. No tenia la necesidad de compartir con el mundo ni una foto, ni una reflexión comprimida en 140 caracteres ni nada que diese pistas de lo feliz que estaba en ese momento. 

La noche iba transcurriendo y no tenía la necesidad de mirar el reloj ni tampoco de pararme a pensar en la edad que tenía. Vi pasar una estrella fugaz y deseé que no llegase el amanecer. Quería exprimir esa noche al máximo, no siempre iba a poder escaparme a la francesa como en aquella ocasión. Así que, para aprovechar la coyuntura dónde mi niño interior se lo estaba pasando en grande, solo me quedaba darme un baño. Comencé a caminar hacia el agua. Pero justamente antes de que mis pies rozasen la espuma de las olas, escuché un murmullo. 

Ya no estaba solo en mi Edén terrenal. Así que pensé que lo mejor sería vestirme y marcharme a hincarle el diente a ese pollo recalentado e irme a la cama. Pero mientras me dirigía al mismo sendero que me trajo aquí noté que el murmullo cada vez era más alto, podía captar palabras sueltas. Caminé algo más deprisa, no sabía si lo hacía por curiosidad o por ocultismo, pero cada vez escuchaba más y mejor. Estaba llegando al puerto de Bayana; desde el sendero podías ver los barcos atracar y partir a un nuevo destino. Y allí vi a un grupo de hombres que pasaban perfectamente por pescadores, qué otra cosa podrían ser si estaban en el puerto. Transportaban una caja grande entre tres y un cuarto les guiaba hacía el maletero de aquella furgoneta roja. El nombre del barco creo que era ruso, se llamaba Vólkov. Seguí caminando con las manos en los bolsillos y con el peso de la curiosidad en los hombros. Les observaba con la morbosidad que hay en la distancia entre el que mira y el que no sabe que le están mirando. Me atreví a echarle una foto a todo ese escenario para mandárselo a mi novia, siempre me esta diciendo que cuento no le cuento nada de lo que hago y una imagen vale más que mil palabras. Al ver la foto que había echado me pregunté que clase de pescado podría haber en aquellas cajas. No entendía ni de peces, ni de pesca ni barcos. Pero si que hubo una cosa que me llamó la atención, y fue que aquella furgoneta roja no parecía estar preparada para guardar pescado, ni siquiera parecía tener aire acondicionado. No me lo pensé, me dirigí hacia ellos. Se dieron cuenta de mi presencia a unos 100 metros de distancia. En cuanto me vieron se quedaron inmóviles unos pocos segundos y escuché una decena de insultos en voz baja. Pero aún seguí caminando hacia dónde estaban, y ellos se dieron más prisa aún en seguir metiendo esas cajas en el maletero. Parecía que era la última que les quedaba por guardar cuando me planté a unos dos metros delante de ellos. Saludé, pero no recibí ninguna respuesta. De pronto, sonó una sirena muy aguda. Sonó tan fuerte que tuve la necesidad de taparme los oídos. Miré hacia todas las direcciones, no sabía de dónde procedía aquella molesta alarma. Uno de ellos, el más joven de todos, tropezó y cayó al suelo. Y con él la última caja que estaban trasportando hacia el vehículo. La caja se hizo pedazos en nuestras narices. En ese momento me entró el pánico porque dentro de esa caja no había pescado y eso convertía a esos hombres en cualquier cosa menos en pescadores. No puede identificar el aparato que estaban trasladando. Era de color metal y verde. No sabría decir de qué materiales estaba hecho aquello ni que función tenía. Pero lo que si reconocí la pistola con la que me estaban apuntando. No podía creérmelo. Mi corazón comenzó a latir tan fuerte que deje de oír la sirena. El que me apuntaba con el arma tenía un tatuaje en la cara. Tenia una voz muy grave que en ningún momento le tembló mientras me pedía que levantara las manos y me pusiera de rodillas. Lo último que recuerdo de esa situación fue que perdí el conocimiento.

Me desperté en una pequeña camilla de metal, en la cuál estaba atado de un pie. Tarde unos segundos en formar en mi cabeza los últimos recuerdos que tenía. Y solo podía pensar en el dolor que tenía en la nuca, seguramente del golpe que me dejo inconsciente. Mire a mi alrededor y no había nada, ni ventanas ni muebles, tan solo una puerta que te sacaba de allí. Aquellos tipos me habían secuestrado. Grité. Grité tanto que no sé como no me estalló la cabeza. Él de la cara tatuada entró en la sala con la misma pistola con la que me apuntó en el puerto. Comenzó ha hacerme preguntas que solo podrían tener sentido si yo fuese la persona que él creía que era. Es más, tan convencido estaba de que yo era esa persona que me habló de lo que estaban transportando aquella noche. Eran piezas de un bomba nuclear. 

No podría responder a sus preguntas. Le intenté dejar claro que se habían confundido de persona, no eran quienes creían y que no trabajaba para nadie. Mi único error fue pecar de curioso, nada más. El secuestrador salió de aquella sala y me dejó solo. Fue en ese momento cuando calibré la gravedad de la situación y que,quizás, me quedaran pocas horas de vida. Intenté pensar un plan de escape pero las posibilidades eran prácticamente nulas. Me di cuenta de que la camilla tenía un lado cortante justo en la parte de abajo, lo aproveche para cortar la cuerda que tenia sujeto a ella. Una vez que conseguí soltarme y hacerme con la cuerda volví a gritar. Quería que entrase de nuevo y así ocurrió. Me escondí tras la puerta para sorprenderlo de espaldas y ganar ventaja. Rodee su cuello con la cuerda, puse mi pierna delante de la suya y le empujé hacia delante hasta hacerle caer. Con la otra mano le quité el arma y tiré lejos. Apreté más fuerte la cuerda hasta que murió. 

Cuándo le deje caer al suelo sin vida, cogí la pistola. Hasta ese momento sabía que tenía mucho ganado pero no sabía como iba a salir de allí. Registré al cadáver y encontré en sus bolsillos mi teléfono móvil. Por suerte aún tenía batería suficiente como para madarle otro mensaje a Sara, le mande mi ubicación y un S.O.S. Salí por la puerta con la pistola en la mano y no encontré a nadie, pero si vi la bomba. La vi montada y con un montón de papeles alrededor, también había mapas, coordenadas e instrucciones. Todos los ordenadores estaban encendidos pero solo aparecían códigos binarios en las pantallas. Cogí el móvil y antes de marcar cualquier tecla, aparecieron ustedes.

– ¿Necesita algún dato más, agente? 

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