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Fue la primera de una serie de dieciséis mutantes. Todos tenían un punto en común: habían nacido a orillas de lago Thirdcross, gigantesco embalse artificial que alimentaba con su energía hidráulica las tres pequeñas poblaciones que lo circundaban, Mont Vert, Insgram y Rhesusville, en el pequeño condado de Rossebud.

Sin embargo el apacible y bucólico paisaje no solo se componía de colinas, praderas y pequeños villorrios… Apenas cruzando el límite urbano de Insgram una mole gigantesca y siniestra dominaba arteramente el paisaje, como si un monstruo surgido de las aguas del embalse reposara sobre sus orillas, agazapado y presto a avalanzarse sobre el resto del mundo: God’s Fire (Fuego de Dios) la usina nuclear mas grande del país, la macro obra energética de mayor envergadura construída sobre el planeta a la fecha, capaz de producir la fuerza motriz para alimentar las redes de los tres países integrantes del continente del Norte.

Pero no solo energía producía God’s Fire. Cinco años después de su inauguración comenzaron a conocerse los primeros casos: los mutantes. Pese a los denodados esfuerzos de las más altas autoridades por ocultar los hechos, éstos llegaron pronto a conocimiento del público a través de los numeroso medios que la tecnología proporciona: Internet, telefonía de última generación, transmisiones intersatelitales. Y así, entre las historias de estos primeros seres nacidos bajo el siniestro signo de la contaminación nuclear, víctimas de las filtraciones microscópicas que la poderosa usina producía en el aire que respiraban y el agua que consumían los pobladores del condado de Rossebud, se destacó particularmente la de Hattie Wilford, a quien se conoció luego popularmente por el seudónimo de “Blackie Bigfoot”, apodo que se ganó por la particular característica de sus ojos y el desmesurado tamaño de sus pies.

Y si digo que se destacó es porque con ella se inició el drama de quienes tenían la desgracia de habitar en alguna de las tres poblaciones a orillas del Thirdcross… Blackie, o Hattie, como quieran llamarla, vió la luz al año exacto de la inauguración de la usina.

Espanto mas que alegría produjo en sus padres el nacimiento, cunado comprobaron las anormalidades que la infeliz criatura portaba. Sus ojos, demesuradamente grandes y saltones, más semejantes a los de un pez de gran porte que a los de un ser humano, y de un color negro intensísimo, fluorescente, tenían una terrible particularidad: emitían una suerte de radiación que, al fijar la mirada en algo o alguien, producían inmediatamente dolorosas quemaduras, o simplemente carbonizaban todo objeto que se pusiera a su alcance. Y sus pies… Ay, sus pies! Grandes, deformes, totalmente desproporcionados al resto de su cuerpo, como si el gen de algún humanoide prehistórico hubiera contribuído con sus códigos a la construcción de semejante aberración de la Naturaleza.

Conocí la historia de esta infeliz muchacha cuando, a raíz de mi tesis sobre contaminación ambiental, tuve oportunidad de visitar veinticinco años después el lugar y pude efectuar algunas investigaciones. La usina sigue funcionando, supuestamente reparadas las fallas iniciales, sus controles se manejan a distancia por medio de robots y computadoras de última generación, pero las tres poblaciones del condado no existen más… Fueron desalojadas y arrasadas, y sus habitantes trasladados a destinos diversos, con identidades nuevas, desconociéndose totalmente en la actualidad su ubicación final.

Solo una construcción parece haberse salvado de la operación “Limpieza” llevada a cabo por el Gobierno Central de la Federación de Continentes. Un modesto edificio, gris y descascarado, tan obscuro y siniestro como la faraónica usina y a no mucha distancia de ésta, desentona y se destaca en la hoy desértica llanura que circunda el lago. Allí se encuentra confinada la última sobreviviente de los mutantes de Rossebud…

Los otros quince, terriblemente afectados por el escape de radiación nuclear y portadores de las más tremendas aberraciones físicas y mentales, fueron muriendo, no se conoce bien si por el efecto de las mismas o ejecutados por los mismos que en nombre del progreso habían contribuido a la contaminación de esa parte del planeta.

Blackie, sea porque al ser la primera había recibido menor dosis de residuo atómico, o porque su caso era especialmente atractivo y valía la pena conservarla como espécimen para estudio, goza del dudoso placer de la supervivencia. Encerrada en un cuarto del hoy deshabitado edificio, permanece en estado casi vegetativo, en condiciones mas bien propias de un animal que de una persona. Periódicamente se le proporciona alimento y algo de higiene, y el resto del tiempo permanece en un rincón, agazapada, inmóvil, entre la mugre y la decadencia del cuarto, insensible a todo ruido o estímulo.

Sus ojos, sus terribles ojos radiactivos se encuentran cubiertos por una suerte de antiparras conectadas por un cable y un tomacorrientes a la línea eléctrica del edificio, aprovechándose así la energía que produce la joven para proveer la escasa iluminación que el lugar requiere, mientras al mismo tiempo desde el laboratorio nuclear del God’s Fire se monitorea permanentemente a Blackie como si fuera un conejillo de Indias, a la espera de una casi imposible reacción, o caso contrario, para determinar en que plazo se producirá su muerte… En el archivo que se encuentra en el subsuelo de la usina se guarda entre otros su expediente, en la caratula rezan apenas cuatro palabras: “HATTIE WILFORD – Daño colateral”.

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