Soy un anormal. Hace 32 días que no duermo entre sábanas. Cómo extraño descansar abrigado por frazadas y apoyar mi cabeza en las almohadas suaves que compré apenas hace unos meses. No es que llegue cansado y me quede dormido sobre la cama sin más ni más. Es que me han regalado un celular, de esos modernos que tienen programas y aplicaciones increíbles, que por décadas han hecho feliz a cualquier mortal, menos a mí.

Me había negado por años comprarme uno, porque siento fobia a todos los avances tecnológicos, porque yo mismo soy producto de ello y me odio por haber decidido ser diferente a cómo nací. Sentir lo que los otros consideran la felicidad tecnológica fue en esos días una sensación muy seductora.Y creo que he sentido tristeza por no haber disfrutado de esos placeres antes. En fin, empezaré contándoles por qué mi celular es único en el mundo. Claro, para todos el suyo es especial y adictivo, pero no por siempre, como el mío.

Lo que más me gusta de mi cellphone son las canciones que puedo escuchar. Sí. Están todas mis favoritas y las que no están, es solo cuestión de sentir nostalgia para escucharlas. Pero lo que quiero decirles es que mi celular obedece mis deseos. Solo recuerdo una canción y ahí está. Una noche recordé a Damien Rice y pensé en I Remember e inmediatamente oí esas letras y melodías que por años fueron mis favoritas. La que más me entusiasma en estos días es una de Camilo Sesto: Samba, no sé por qué me gusta tanto esa antigua canción.

Mi rutina de todas las noches es escuchar las canciones que me han hecho feliz a lo largo de mis noventa y seis años de edad cumplidos el ocho de octubre pasado, hace apenas unos días. Soy oficialmente un viejo, pero mi celular me devuelve a la vida juvenil que un día tuve. Me hace sentir feliz, romántico y capaz de amar. Me llamo Juan Antonio Pérez, pero alguna vez en mi juventud fui una mujer. Mis padres, Testigos de Jehová, me bautizaron como Rebeca Pérez. Fui feliz los primeros catorce años de mi vida en la que era un niña. Pero conforme crecí, los hombres me miraban con alevosía y eran unos insensatos que no respetaban mi pureza y mis votos de castidad. 

No es que yo fuera una insensible. Siempre con la Biblia en la mano predicaba la palabra de Dios, de puerta en puerta, en todas las casas de nuestro barrio. Pero tras una de esas puertas, de seres insensatos a la palabra de Dios, hubo uno que me robó el corazón. Su nombre era José. Era negro y hermoso, de cabellos rizados, largos y ojos atigrados. Los primeros días me tiraba la puerta en la cara y yo que iba, acompañando al hermano predicador más entusiasta, me sentía una inútil. Pero una noche él apareció y se sentó junto a mí en una de las bancas de madera que nos cobijaba en nuestras reuniones bíblicas semanales.

Javier Castillo, fue el hermano que logró convencer a José de que Dios se llama Jehová y que lo llevó por primera vez al Salón de Reino. Yo, que por entonces tenía 16 años de edad y era una de las más entusiastas predicadoras, me enamoré de José, quien a sus diecinueve años era uno de los más fieles siervos de Dios, candidato a ser con los años un Anciano, algo así como un sacerdote en la Iglesia católica.

Pasaron cuatro años cuando José ya era el más querido hermano de nuestra congregación y mi más grande deseo en la vida era ser misionera en alguna zona de la Sierra peruana. Nos enamoramos y cometimos adulterio al tener relaciones sexuales antes del matrimonio. Ambos pecadores, fuimos expulsados de la congregación y, como castigo, nadie podía ni siquiera dirigirnos la mirada. De haber sido tan amados y admirados pasamos a ser unas escorias. Ni mis padres me hablaban. Nos mudamos a otro barrio.

Nos amábamos, pero José no pudo resistir ser rechazado por los que él consideraba su familia espiritual. Un día probó marihuana, otra noche pasta básica de cocaína y meses después ya era un adicto. Una mañana lo encontraron muerto en la calle 10, del barrio 2 de Riscosa. Solo su madre y yo estuvimos en su entierro. Yo ya tenía veinticinco años cumplidos y empecé a odiar a los que fueron mi familia espiritual y carnal. Extrañaba a José. Lo soñaba noche y día. Una noche Dios se apareció en mis sueños y me dijo que debía cambiar. Sí. Creo que enloquecí, sólo así podría explicar cómo pude creer que era la voz de ese Dios –a quien nunca dejé de adorar –la que me ordenaba cambiarme de sexo. ¡Es que lo extrañaba tanto! Y creí que si mi rostro era igual al suyo, al mirarme al espejo no lo extrañaría.

La primera vez que ingresé al hospital donde había elegido operarme sentí escalofríos, pero no dejaba de abrazar la única foto que conservaba de José. Al médico le manifesté que me parecía imposible lograr que yo siendo mujer y blanca podría convertirme en un hombre negro. El doctor me dijo que la tecnología era asombrosa y que confiara en él. Y así lo hice.

La operación se realizó un mes después, tras varios análisis y exámenes. No estaba nerviosa, pero antes de ingresar al quirófano pedí un espejo para observar por última vez esas fracciones que tanto odiaban mis padres y mi familia espiritual. Al despertar en la mañana siguiente, observé mi nuevo rostro masculino en ese espejo que sostenía el doctor. Era como si José hubiera revivido. Sentí una felicidad increíble. Era un hombre y no sabía cómo vivir en mi nuevo cuerpo, pero todo valía la pena con tal de ver el semblante que tanto amé en el espejo todas las mañanas. Me enamoré de mi rostro y mi nuevo cuerpo, cómo ahora amo a mi Cellphone.

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