Despierto. 5:45 a.m. marca el pequeño aparato situado a mi derecha. Me quedo mirándolo alrededor de 10 segundos mientras pienso en lo rápido que pasa. El me contesta la mirada con un leve parpadeo de los dos puntos en vertical que separan las horas de los minutos. 

Antes de sacarme la ropa de cama, cercioro el tiempo dándole la vuelta a ese otro dispositivo que hay justo al lado. Ahora mismo no recuerdo ni cómo se llama, aunque hasta dentro de unas 20 horas, será parte de mí. Coincide. Ya no hay vuelta atrás.

En la cama se está muy calentito, pero ha de comenzar un nuevo día. Ya tengo programado el calentador y el agua está al punto. Esperándome. Pero antes de adentrarme en el maravilloso mundo acuático, enciendo el cacharro feo y con antena que me dejé preparado encima del mueble de las toallas hace ya unos meses, cuando empecé a trabajar. Ahora me encuentro menos solo.

Empiezo a recordar el nombre de las cosas, y la primera que se me había olvidado ya me acompaña. Así, dejo el móvil, no sin antes echarle un nuevo vistazo para ver cuánto tiempo ha pasado y, porqué no, por si alguien se ha acordado de mí en esos instantes. Nada, no hay mucha gente que se levante tan temprano, y menos pensando en mí. Es curioso, porque ese mismo acto lo realizo unas 100 veces al día. Hasta le he puesto nombre: xip. Quería diferenciarlo fonéticamente de chip, así soy yo.

Es genial ducharse recién levantado, pero tengo que ir corriendo. La radio sigue sonando. Las canciones de invierno me gustan infinitamente más que las de verano. Son más melódicas. Bromeo pensando que cada una que escucho debería ser la canción del invierno.

Por muy bien que esté, tengo que cerrar el grifo. Me seco y vuelvo a darle al botón de desbloqueo de mi móvil para xip. Nada, otra vez. Sin querer me fijo que he estado casi tres minutos más recibiendo agua que los que tengo controlados. Otra vez voy tarde. El momento de vestirme es el más cruel de las mañanas. La fría ropa me observa sabiendo que cuando me la coloque encima, el día habrá dado inicio. Vuelve a ser curioso la capacidad que tengo de cambiar el chip matutino de cuando me levanto en pijama y me despojo del mismo para meterme en la ducha, diferenciándolo de cuando me enfundo la ropa para salir. Parece que llevo media jornada despierto, pero no.

Sin más, caliento la cafetera y enciendo el ordenador esperando que mi vida en la nube haya cambiado durante las cinco horas que he estado durmiendo. Lógicamente no es así, todos mis contactos de las redes sociales llevan una vida de lo más normal. Se levantan de día y se acuestan de noche.

¡Qué bien huele el café!, pienso mientras suena el maravilloso pero cruel ruido que me avisa que ya está listo y que tendré que irme en breve. Me lo bebo, cojo la bolsa, hago xip, me pongo los zapatos, conecto la alarma y salgo de casa.

La alarma es una bobada por la que me convencieron y por la que pago una pasta. Si me parase a hacer cuentas no me saldría rentable, pues en casa no tengo tanto dinero que me pudiesen robar, más allá del ordenador, la tablet, el reproductor de música, el libro electrónico, la televisión, la cámara de fotos, la impresora, el fantástico robot de limpieza y los dos móviles (uno de empresa y otro personal), pero éstos no se quedan en casa casi nunca.

Treinta y cinco minutos de metro es lo que me espera por delante para llegar al destino. Desde hace un tiempo llevo siempre encima un enorme libro, de esos de hojas de papel, que me hace más ameno el trayecto. Entre xip y xip voy leyendo. Siempre he de repetir alguna página por la incapacidad lectora de buena mañana, pero bueno, me ocurre desde pequeño.

A las 7 a.m. llego al trabajo y me despojo de casi todo. Me siento en frente de un ordenador y me preparo para lo que pueda venir. Otra vez la curiosidad de los quehaceres me sorprende. Tengo una hoja escrita a mano con todo lo que he de realizar en esa mañana antes de irme a desayunar al bar (antes lo hacía en la máquina expendedora que hay justo a la salida del edificio donde trabajo, acompañando al cigarro otro asqueroso café y un bollo industrial), pero ahora soy más sofisticado.

Todo el mundo ya está despierto y los gritos que se escuchan duelen en lo más profundo de mi oído. Pero con todo, me gusta más el bar que las escaleras del portal donde, como digo, solía ir.

El móvil empieza a despertar también, por fin la gente se acuerda de mí, pero veinte minutos se pasan volando, y más cuando son de descanso. Apuro hasta el último segundo entablando conversación con mensajes instantáneos gratuitos.

Se acaba y vuelvo a mi puesto. Pienso que si me doy prisa, quizás pueda salir más tarde a echarme otro cigarrillo. Hay días en el que las ganas se van incrementando al ver a algunos de mis compañeros tirando humo dentro de la oficina con su tabaco de mentira. Vaya chorrada el vapor.

Navego, tengo trece ventanas abiertas con cuatro programas diferentes. Voy modificando cada una casi al instante. Me acuerdo de esto, lo pongo; se me había olvidado eso otro, minimizo, maximizo y lo pongo. Es un no parar, pero como decía mi madre: “para algo has estudiado”.

¡Que estrés! Ojalá estuviera recogiendo brócoli en vez de estar aquí sentado delante de una pantalla que me está matando. ¡Qué bien viviría yo en el campo alejado del ruido urbano! Eso es algo que todos los de ciudad pensamos y, agraciadamente para nosotros, también ocurre a la inversa. Todo me señala el mayor invento humano: el tiempo. Ése que algunas veces va extremadamente lento, y otras muy rápido. Ésta vez es de las primeras. Tengo muchas ganas de que termine la mañana e irme a casa a coger el ordenador y mirar cosas mías. 

Al final llega el momento, el día laboral se acaba y me queda toda la tarde para disfrutar. Además es viernes. Tras los cuarenta minutos de vuelta (siempre tardo más porque el metro va lleno de gente y aguanta más en las paradas a esa hora), paso por la tienda de comida preparada y me compro algo. Hoy toca lentejas, que las hacen de muerte.

Llego, las caliento al microondas y preparo mi mesa con el grandioso ordenador a un lado, el móvil al otro y la música sonando.

Esto sí es vida, me digo a mí mismo. Ahora me esperan otras cuatro horas manejando el explorador, entrando una y otra vez en la web correspondiente para ver si hay algo nuevo.  Xip, xip y más xip. Por fin alguien me propone un plan. Dicen de ir a media tarde a ver una exposición sobre el superhumano. Qué miedo me da que nuestra especie pueda crear un tipo de homínido, o como se llame, que sea superior. Así no debería evolucionar la cosa, pero bueno, no voy a ser yo quien desmienta a los expertos.

Acepto y le pregunto a una aplicación de mi móvil cómo puedo llegar al sitio en cuestión. Es muy graciosa, a veces no me entiende y me contesta barbaridades, sobre todo cuando me aburro y le cojo el gustillo y no paro de hablar con ella. Seguro que alguien se enamorará de ella algún día.

Cuando llega el momento de marchar, preparo todo lo que he de llevarme en el mismo sitio. El móvil, siempre encima para, de vez en cuando mientras me estoy poniendo guapo, xip.

Me reúno con mi grupo, todos dispositivo en mano, hacemos el amago de meterlo al bolsillo, nos saludamos, pero es que aún quedan tres por llegar. Cogemos el dispositivo y xip, a ver si dicen algo. Les preguntamos, pero siempre son los mismos. Al fin los vemos.

Entramos al lugar y no pone nada de apagar teléfonos, pero por cortesía y porque lo tenemos aprendido, al menos le bajamos el volumen, por si llamaran…

Foto aquí, foto allá, enviando archivo, enseñando lo que me mandaron ayer, grabando sonidos para los que no han venido y una última foto es el guion de la exposición. Aunque sí es cierto que nos han impactado un par de cosas, pero eso es hacer muchas hipótesis con el futuro.

Vamos al bar a beber algo y cinco teléfonos encima de la mesa. Somos cuatro. Xip, xip y xip. Surge el tema y comentamos que, en caso de llegar, ninguno viviremos para que nos dominen las máquinas.

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