Morina,
Te escribo desde este cielo sin tiempo, hoy gris sobre Oviedo. Como casi todos los días. Como todos los inviernos.
Sé que leíste a escondidas mi escrito «La cama», lugar para el amor, el descanso y la muerte. Es un secreto a voces que los muertos lo sabemos todo. Esas palabras enlazadas en tinta… ésas, las escribí yo. Obrero, sin muchos estudios, pero con necesidad de contar; la misma que tú. La carne se pudre y se desvanece en polvo, nuestras historias no. Perduran mucho más allá de los huesos que nos sostienen.
Hoy, de nuevo noviembre, regreso a ti a través de tus manos, desde este otro lado. Para darte coraje e insuflarte paciencia, la que no tuve conmigo. Que nunca te encuentren herida de muerte voluntaria, como a mí, tal vez abrazada a una bombona de propano (como las que yo te enseñé a manejar), tocada de melancolía. Después de toser tristezas, eructar recuerdos y abortar ilusiones en estado embrionario (lo he leído en esa libreta que siempre llevas contigo), no decaigas, poeta de diez años. Nunca dejes de escribir, pequeña. Aquí, en el puente de Trevías, desde donde te silbaba, te sigo esperando.
Tu padre
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