la bola

después fuimos felices durante algún tiempo. No me voy a poner a discutir si de verdad felices, ni sacaré toda esa monserga de la relatividad de los afectos y el concepto de plenitud. FUIMOS FELICES, así, en mayúsculas: disfrutando de las caricias, la buena suerte y los defectos de carácter. Nos pusimos nombrecitos íntimos, ridículamente tiernos. Nos contamos historias de antiguos amores y peores dias.

Pero, un día, ella descubrió que los océanos no se despeñan y se acaban en el horizonte y me lo dijo. Estaba seria. Soltó aquello de que uno no debería desbordarse, que uno no es esférico como este planeta y puede acabar gastado. Porque la vida es plana y corta y el horizonte queda muy cerca.

Yo hice como que entendía, pero no me di cuenta de un detalle importante: mi amorcito había decidido ser consecuente.

Aterrorizado por tanta sabiduría contemplé el desmoronamiento y gradual oscurecimiento de mi horizonte. La vi sonreírme condescendiente, darme palmaditas en el hombro, disentir de nuestras opiniones comunes. Y así, entre almuerzos, sexo y conversaciones postprandiales, se fue alejando amable, esotérica y paciente, en busca de la delgada línea divisoria de su propia redondez terrenal.

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