Tapé sus ojos y le pedí que se pusiera unos auriculares para escuchar a todo volumen una canción de los Beatles. En cinco minutos, estábamos frente a la noria.
– Aquí esta, el London Eye, ¿subimos? – dije, mientras pasaba una familia de gitanos vendiendo mazorcas de maíz y nos invadía un intenso olor a algodón de azúcar.

Miramos aquella ciudad que jamás habíamos visto desde arriba y pudimos sentir que nunca antes habíamos estado allí.

Lo miré. Me sonreía. Aquello si que era el viaje de mi vida.

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