Cuando veo una carretilla, de esas que utilizan en las obras para llevar la tierra, mis pensamientos se van a mi infancia. Mi mirada se queda fija en la nada y mi madre aparece casi al instante.

– Como te portes mal va a venir el Queto y te va a raptar- me decía mi madre cuando hacia alguna gamberrada.

Yo nunca había visto a ese personaje, pero quizás ese desconocimiento fuera lo que me producía tanto miedo. El Queto pertenecía a esas leyendas urbanas que todos los pueblos tienen y que nadie sabe dónde empieza lo irreal.

En el colegio pregunté a mi profesora si conocía a el Queto, su respuesta fue que si era el nombre de una persona no tenía que llevar el artículo delante, que eso era de paletos. Así que no volví a preguntar nunca más sobre él. En esa época ya odiaba el colegio, me parecía algo inútil, lo único bueno que tenía era cuando terminaba porque me iba con mis amigos a la cabaña del árbol, allí alguna vez salió el Queto como conversación. Nadie había escuchado hablar de él. Elena, que era la más madura del grupo, decía que todo se lo inventaban los padres para meternos miedo y así hacer lo que ellos querían. Sea o no una leyenda urbana, nadie vio, en aquellos años, a aquel personaje.

Pasaron varios cursos del colegio y en el verano de noveno de EGB nos mudamos a una casa a las afueras. Nuevos vecinos, nuevos compañeros y amigos, nuevas cabañas y nuevos hábitos familiares. Uno de estas costumbres era ir a comprar al mercadillo los sábados; mi madre no quería dejarme en casa y me obligaba a ir con ella con la excusa de tener que ayudarle con las bolsas; yo obedecía, no me quedaba otra opción, pero odiaba esos puestos de carnes, de quesos y de pollitos pintados de colores.

Uno de esos sábados, estábamos volviendo a casa con la compra ya hecha. Yo llevaba una bolsa con frutas y otra con verduras, cuando de repente, mi madre se acercó a mí y susurrando me dijo:

– Ese que está allí es el Queto.

Me giré y vi a un hombre con un mono de obra de color azul, arrastraba una carretilla con cajas de cartón; las llevaba dobladas, aplastadas y todas atadas entre si con un trozo de tela. En su cuero cabelludo tenia pústulas y en uno de sus ojos tenía un apósito de color carne. De repente, un hombre que estaba detrás de nosotros le gritó:

– ¿Qué pasa, Queto? ¿Los sábados no se descansa?

El Queto se giró hacia nosotros, abrió la boca y, la saliva espesa que tenía acumulada dentro, empezó a resbalar por la barbilla, después empezó a emitir sonidos parecidos a los gritos de los cerdos el día de la matanza. Tiré las bolsas, los aguacates y manzanas rodaban por la acera, y yo no dejé de correr hasta que llegué a mi casa.

Desde entonces, cada vez que aquel hombre pasaba en frente de mi casa, me escondía en la terraza y lo observaba mirando a través de las rendijas. Me producía una mezcla de miedo y de curiosidad, quizás por eso, un día de verano cogí un globo lleno de agua y con todas mis fuerzas lo lancé contra él. Me agaché rápidamente para que no me viera y, pasado un instante, levanté la cabeza suavemente para ver qué había ocurrido; ¡El Queto estaba subiendo las escaleras de mi casa! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! ¿Qué hago ahora? Me metí debajo de la cama mientras sonaba el timbre de mi casa. Mi madre abrió la puerta, después me llamó varias veces, pero yo me escondía cada vez más. Cuando escuché que el Queto se marchaba salí lentamente de mi escondite. Le pregunté a mi madre que a qué había venido el Queto y mi madre, muy seria, me dijo que a recoger el pan duro para sus gallinas.

Aquello del pan duro me pareció una excusa para entrar en mi casa, no me fiaba de sus intenciones. Si ese hombre tenía algún plan para raptarme tenía que descubrirlo e impedirlo.

Así que un día, como de mi madre no me podía fiar, se lo conté a mi amiga Elena y decidimos ir a casa de Queto para investigar.

Su vivienda era de una sola planta, estaba construida con bloques de granito y el tejado estaba parcheado con plásticos. La verja que rodeaba la casa estaba construida con neumáticos, palets de madera, planchas metálicas y algunos ladrillos sueltos. En la parte trasera, en el patio, tenía gallinas sueltas.

Elena y yo saltamos la valla, yo me fui por la parte de trasera con las gallinas y ella a mirar por las ventanas de la casa. Las gallinas, en cuanto me vieron, se metieron en un corral construido con tejas rotas. Al fondo, atado a un árbol, había un perro de tamaño mediano. Su cola se movía amigable a pesar de ser un desconocido. Elena vino diciendo que la puerta estaba abierta y que parecía que no había nadie dentro. Ella entró y yo preferí acercarme a saludar al peludo. Vi que no tenía ni agua ni comida. Le puse la mano para que me oliera y, justo cuando me iba a lamer, escuché a Elena gritando mi nombre. Salí corriendo, entré en la casa y vi a Elena agachada en la esquina del salón. Me acerqué a ella y, al preguntarle por qué estaba así, me señaló con su dedo hacia una mecedora de madera. Me giré y vi al Queto sentado allí, arropado con una manta roída, tenía sangre en la nariz; ¡Estaba muerto!

De lo que pasó después no recuerdo demasiado; llamamos a la vecina, ella llamó a la ambulancia y empezó a llegar gente a la casa. También recuerdo cómo se llevaban el cadáver de aquella leyenda urbana. Siempre me quedará la sensación de no saber quién era realmente el Queto.

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