CÁMARAS DE VIGILANCIA

CÁMARAS DE VIGILANCIA

La cámara uno muestra cómo el brazo de Maxi Buitrago emerge de entre la veintena de vecinos que se congrega en el garaje. Ocupan unas butacas apiñadas cerca del portón por el que acceden los vehículos. Van ataviados con ropa de abrigo. Bajo la tenue luz del garaje simulan una bandada de animales parduzcos. Sentado al otro lado de una mesa plegable, el administrador, un individuo de mediana edad, se dirige al grupo. No se percata del vecino que parece dispuesto a intervenir. Tampoco su ayudante, mucho más joven, abstraído picoteando con el bolígrafo sobre el libro de cuentas de la comunidad. Maxi Buitrago carraspea con ímpetu. Mantiene el brazo en alto. Ahora, el administrador repara en él. Lo mira con un gesto incómodo. Interrumpe su charla. Con visible desgana le cede la palabra. Maxi le guiña el ojo. Luego, se pone en pie. Con ayuda de un extremo del anorak oculta la erección que lleva oprimiéndole la bragueta desde hace rato. Una sonrisa satisfecha le asoma bajo el bigote. Su propuesta para renovar el ascensor ha sido aceptada. Calcula que serán mil euros bajo cuerda a medias con el administrador. Hace rato que no puede quitarse de la cabeza a las dos rusas de todoeslavas.com que planea follarse cuando reciba su parte. Maxi carraspea de nuevo. Enseguida, su voz grave y güisquera retumba en el garaje.

—Ante d’acabá, debíamo tratá lo der vesino der cuarto —Maxi involucra a los asistentes alargando el cuello y batiendo los brazos—. Hay que poné una queja formá. Sí o sí.

Un alboroto solapado y estridente bendice la propuesta de Maxi. La cámara dos ofrece un primer plano de los asistentes. Sombras imprecisas bajo una luz tintineante que se remueven inquietas en sus asientos. Una vez más, Maxi reclama la atención de los presentes.

—Ese nota é un depravao —continúa Maxi—. Ca’día una tía distinta. Venga jadeo en mitá la noshe, gorpetaso en la paré…. Menúo ejemplo pa loh niño.

El administrador mira su reloj. Son casi las once de la noche. Agita levemente la cabeza. Parece nervioso. Le da un puntapié a su ayudante por debajo de la mesa que, de inmediato, comienza a levantar acta. Luego, murmura algo entre dientes: «Dita sea tu’stampa, Maxi. ¿No tiés ya lo tuyo? ¡Ahuecando el ala, cohone!».

Jacinto Cuerváez se levanta tras la estela de Maxi. Es una figura enjuta de ojos bobalicones. Se tambalea ligeramente. Hace meses que está en paro. Pero nadie lo sabe. Cada madrugada sale de su casa para fingir que continúa trabajando como vigilante jurado en la obra del polígono empresarial. Echa de menos el brillo metálico de su revólver. Ese tacto frío y poderoso que, como suele decir en la tasca donde pasa el día: «é musho mejó que’chá un porvo». Sin él se siente desnudo. Por eso, antes de bajar a la reunión necesitó animarse con dos tragos bien largos de Larios.

—Ademá, ¿quién zabe a qué carajo ze dedica? ¡Nadie! —espeta Jacinto que, mientras habla, no deja de subirse los pantalones—. Tiene unojorario mu raro. Y qué me dezí der coshe…er dehcapotable que lleva er nota… ¡Que no! ¡Que’ze tío no é legá! ¡Hacerme cazo!

Hace rato que la mirada de Lorena Gotorra no se aparta del paquete de Maxi. Apenas presta atención a Jacinto. Su semblante permanece medio oculto detrás de una boa de plumas verdes que rodea su cuello. Se mordisquea el labio inferior. Está húmeda. Lleva varios minutos fantaseando con la verga de su vecino. Imagina todo tipo de escenas con él: sobre la mesa del administrador, dentro del ascensor, en el asiento de atrás de cualquier coche del garaje… En todas ellas, con el pelo revuelto y la falda subida hasta la cintura, deja que Maxi se la clave bien adentro. Lorena aprisiona la boa con los dientes. Tiene los párpados entrecerrados. Comprime los muslos entre sí. El asunto comienza a írsele de las manos. De pronto, el duro acento de Jacinto interfiere en sus pensamientos. Todo se desmorona en su cabeza. Abre los ojos. Su rostro adquiere la expresión de alguien que acaba de aterrizar en un lugar extraño. Se sacude la falda. Se mesa el cabello. Afloja las piernas. Recompone el gesto.

—É verdá —dice Lorena, echándose el pelo hacia atrás con altivez. Permanece sentada, envuelta en su boa de plumas—. Cuando me cruso con éh, me mira de forma rara. Y, a vese, ni siquiera saluda. No sé…por musho que’stén lah cámara, me sigue dando miedo bajá ar garaje. ¿Y si argún día intenta…? Yo que sé…cuarquier cosa.

Las palabras de Lorena causan un gran revuelo. Todos hablan al mismo tiempo. Las conversaciones se entrecruzan. Es imposible descifrar lo que dicen. El administrador intenta poner orden. No lo consigue. De repente, un crujido metálico irrumpe en el garaje. Todos los vecinos callan. Se miran entre sí. Parecen extrañados. La cámara tres enfoca la entrada. Un piloto naranja parpadea sobre el portón metálico que comienza a abrirse bajo el áspero sonido de los rodamientos. El aire frío de la noche penetra en el interior. Unas luces anuncian la proximidad de un vehículo. Enseguida se escucha el chirrido de unos frenos. A continuación, el sonido bronco de un motor al ralentí. Cuando el portón se abre por completo, un descapotable blanco hace su entrada en el garaje. Ejecuta un par de maniobras y estaciona en una plaza situada frente a la reunión. Los focos del coche deslumbran a los vecinos que se protegen con las manos. El conductor los deja encendidos hasta que el portón vuelve a cerrarse. Entonces, el motor se detiene. Los faros se apagan. Todo queda en silencio. El vecino del cuarto sale del vehículo. Viene solo. Se coloca la chaqueta sobre el brazo. Empuja la puerta del coche que, al cerrarse, retumba en el interior del garaje. Luego, se dirige hacia el ascensor. Solo se oye el eco de sus pisadas. Pasa de largo frente al grupo de vecinos. No los mira. Tampoco dice nada. Nadie lo hace.

-FIN-

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