Los habitantes de la calle de la ermita

Los habitantes de la calle de la ermita

Núria Dot

10/03/2017

El contexto de esta historia es lejano y a través de mis ojos, reconozco que esta algo desvanecido. A penas recuerdo algunos detalles tan simples como el color de una casa en cuestión o la sonrisa de la vecina que me cuidó de niña.

Simplemente recuerdo que yo me movía rápidamente calle arriba, calle abajo.

Siempre corría, había esa mujer que vestía con perlas en el cuello y la piel estirada de una forma algo artificial, que me miraba mal y siempre, cuando la adelantaba, decía lo mismo con el tono de voz un poco elevado “¡Esta niña va corriendo a todos lados, que pesadilla!”.

Si cierro los ojos muy fuerte y respiro la esencia de los recuerdos, aún ahora, me parece escuchar la voz de mi abuelo des del portal, saludándome con una sonrisa y la espalda algo encorvada, preparado para llevarme a pasear y contarme mil historias que, mi memoria, más humana de lo que me gusta reconocer, ha borrado para llenarse de recuerdos de adolescente enamorada.

A veces, cuándo me paró delante del portal, me parece oler los geranios que mi abuela tenia en las ventanas, esos preciosos geranios rojos y rosas que llenaban las ventanas y daban color a esta casa que ahora se cae a trozos, incapaz de enfrentarse al paso del tiempo.

Hay días que, si la calle esta suficientemente vacía, sin todos esos coches que se han apropiado de ella, me parece oír ladrar el perro del vecino de la casa de delante, ese maravilloso pastor alemán que me daba un respeto de mil demonios, pero que, a oscuras, en mi cama, solo deseaba acariciar y hundir la nariz en ese pelo oscuro que parecía tan cómodo.

Un día al año, el día más festivo para nosotros, los habitantes de la plaza de la ermita, la calle y alrededores se llena de gente y pequeñas paradas, todas ellas repletas de objetos de decoración navideña y algunas tonterías como peluches y collares de bisutería, que de pequeña me hacían brillar los ojos.

Recuerdo las Navidades, llegando a casa con ese sol de diciembre que no calentaba pero te iluminaba el rostro, cruzando la calle al salir del colegio, preparada para los regalos, la familia y el aire que se respiraba entre las casas. Siempre me paraba delante de la ermita, sólo abierta esos días del año, para oler ese extraño olor a polvo y madera que me recordaba lo especiales que eran esas fechas.

Recuerdo como ese vecino de una de las casas más alejadas a la mía, me paraba en medio de la calle para darme un puñado de caramelos que me hacían sonrojar. Ese hombre, del que soy incapaz de recordar el nombre, a veces me mira des de su rincón de la plaza, un banco hecho trizas y cuando me doy cuenta que la melancolía me abruma, él desaparece, como hizo hace muchos años, sin dar explicaciones a nadie.

Recuerdo a ese grupo de ancianas, que quizás no lo eran tanto, charlando delante de la casa que ahora es un bloque de pisos que, a mi parecer, nunca lograra encajar en nuestra calle.

Recuerdo ese grupo de niños, todos más o menos de mi edad, jugando con la pelota justo en el medio de la calla, antes apenas transitada, que yo veía des de la ventana del comedor con indiferencia, sujetando con fuerza mis cuadernos entre los brazos y con las manos sucias de tinta.

Recuerdo el sonido de la moto de mi hermano, rompiendo la calma que se respiraba, los atardeceres de verano. Recuerdo la mano de mi padre acariciando mi pelo, justo delante de casa, mientras él charlaba del futbol y de política con los vecinos de Barcelona, que sólo bajaban algunos fines de semana, y yo me limitaba a observar los edificios viejos que me veían crecer, hipnotizada y sumida en mis pensamientos de niña.

Recuerdo salir a comprar con mi madre con esos zapatos tan incomodos, todos los sábados por la mañana. El suelo de la calle, más artístico que práctico, logró más de una vez que terminará con las rodillas rojas y las mejillas húmedas.

Recuerdo el pequeño estanque de agua que se encontraba delante de la ermita y las horas que pase delante de él, mirando los peces de colores que nadaban felices en él, oliendo las rosas plantadas alrededor del agua y perdiendo la noción del tiempo como solo sabe hacer un infante que aún no sabe que es la preocupación.

Ahora, me paro en medio de la calle y observo las mismas casas que de pequeña veía enormes e invencibles. Ahora son casas que se han empequeñecido con el tiempo, como si les hiciera vergüenza ser victimas de los años. Los colores se han descolorido, pocas familias se han podido permitir revestirlas de pinturas chillonas, sólo un par de ellas lo han hecho y soy incapaz de que mis retinas las reconozcan como las que yo observaba con mis ojos de niña.

Ahora, a veces, me cruzo los pocos supervivientes de mi infancia, esos hombres y esas mujeres que me parecían fuertes y respetables, a los que me enseñaron ha hablar con reverencia. Pero ahora, a pesar de que intento que todo sea como antes, cuando los miro a los ojos no veo fuerza, sólo veo resignación.

Esa resignación que sólo siente aquel que se rinde ante la vida y espera la muerte, paciente, esperando que le llegue y le libere de esos dolores que sólo aquel que llega a esa edad puede describir.

Y yo, simplemente, me doy cuenta que ya no corro como antes, que la calle se me ha quedado pequeña y que lo único que hago es alimentarme de recuerdos, unos recuerdos que en su momento me dieron la vida y que, ahora, a veces, me ahogan.

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