Veinticinco, veintitres, veintiuno. El bolso resbala por mis piernas. Diecinueve, diecisiete. Atentado en las calles del Cairo. Quince, trece. Coche bomba cincuenta muertos y otros tantos heridos. Estiro las piernas. Una borrasca ha entrado esta mañana por el Noroeste. El autobús gira y se para enfrente de la tienda de colchones. Su dueño esta siempre en la puerta. Nunca entra nadie. Alguien tose detrás de mi. El ambiente es animado. Volvemos a casa y, a pesar del cansancio y de las ojeras, las anécdotas de la jornada resuenan por debajo de la música. Y de nuevo once, nueve, siete. Una canción de los años ochenta. Los camareros del bar de la esquina trasladan las sillas y las mesas de la terraza debajo del toldo. Ha empezado a llover. Un coche nos adelanta por la derecha. La farmacia apaga sus luces. El kiosko baja su persiana. Cinco, tres, uno. Llegamos a la plaza después de ella esta mi parada. Afuera capuchas y paraguas esconden caras. Las botas chapotean en los charcos y corren y se empujan o se refugian debajo de los aleros. Me bajo mientras suena en la radio una canción que fue muy conocida hace unos años. Son las ocho, me pongo la capucha y apuro el paso. Y como siempre a estas horas cruzo unas palabras con el dueño del taller de coches. Que tal el día, muchos clientes, mucho papeleo en la oficina y que mal tiempo, pero para el fin de semana mejora.

Subo una pequeña cuesta y llego a mi portal. Me traslade a esta casa a principios de año. El alquiler es barato y tiene una gran terraza que, espero aprovechar esta primavera. Desde la ventana de mi habitación, se ve una calle estrecha con edificios antiguos como lo son casi todos los de este barrio, también el mío. Justo enfrente hay una azotea que no conserva ni aristas ni brillo. Noches de viento y lluvia, tardes de cuarenta grados han dejado sus contornos redondeados. El tiempo ha ensuciado lo que ya estaba sucio, ha deshecho los colchones apilados, las sillas blancas ahora negras. Las plantas apenas son un tallo y dos ramas. Y tierra por el suelo y macetas volcadas y baldosas rotas y paredes desconchadas. La casa a la que, pertenece la azotea, había estado deshabitada hasta la semana pasada que fue cuando comenzó todo.

Una noche descubrí una brasa de cigarro se consumía delante de mí, se consumía en la azotea. Detrás no había nadie o, por lo menos, yo no distinguía a nadie. Solo una silueta borrosa. Un hombre quizá una mujer. Terminó el cigarro, despareció. Una tarde dos niños jugaban con una pelota puede que, fueran los hijos de esa silueta que había anunciado con su presencia que la casa estaba habitada. Yo escribía y los miraba a intervalos. Al terminar cada frase, levantaba la cabeza, miraba. Seguían allí, seguían jugando, seguían solos. Al final de la página cuando gire la muñeca y escribí la última letra, de la última palabra, de la última línea de la hoja. Miré, los niños ya no estaban. Aquella noche de nuevo la silueta, la brasa del cigarro. Una inmovilidad solo rota por un cigarro que, se consume. El sábado cuando levanté la persiana una mujer tendía ropa en unas cuerdas improvisadas. No distinguía su cara, solo sus manos y su pelo negro.

En los días siguientes, comencé a percibir que algo sucedía, aunque no sabía decir muy bien el que. Es como cuando, alguien te cambia las cosas de sitio en tu mesa de trabajo. Tú sabes que todo esta ahí, pero diferente. Al poco tiempo me di cuenta. Quizá mis sentidos me engañaban o mis ojos se confundían pero el edificio de enfrente y su azotea se habían acercado a mi edificio. La calle era más estrecha, no mucho, tal vez unos centímetros. Lo suficiente para desafiar el sentido común y agudizar la mirada. Hay días en los que el edificio se desplaza unos centímetros en cambio otros días el avance se mide en metros. Todas las noches avanza. Todos los días mido el avance.

Ahora miro hacia la azotea después de cada línea que escribo, después de cada palabra, a veces después de cada letra, a veces cierro el cuaderno y solo miro. Y en eso se me va el tiempo, en observar a unos niños que juegan, un pelo negro que tiende ropa, una brasa que se consume. Los dedos de los edificios están cada vez más cerca. Ayer por la noche la brasa y el pelo negro estaban juntos en la azotea. Cruzaron unas palabras y en silencio miraron al frente. Sin mirarme o mirándome, no se. Sé que no falta mucho para que los edificios se toquen. Miro, estoy alerta, tanteo el avance. Hoy, me desperté a las tres de la madrugada. Los edificios ya casi se rozaban. Solo con un salto estaría dentro de la azotea y salte o, salí de mí y, fue otra la que salto. Ahora, estoy en la azotea. Miro hacia la ventana de mi habitación allí una mujer, con un cuaderno en la mano, me observa.

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