EL KIOSKO DE DOÑA LEOPARDA

EL KIOSKO DE DOÑA LEOPARDA

Todos salíamos del colegio chillando, desaforados, corriendo para ver quién era el primero en llegar al kiosco de doña Leonarda. Empujones, gritos y manotazos era lo que había en ese kiosco gris de doña Leonarda, su dueña. La vieja mujer nos miraba a través de la ventana con sus ojos fijos en nosotros. Ojos amarillos con chispitas verdes que se incendiaban cuando la enfadábamos con nuestras perentorias peticiones. «Dame tres jamones y dos regalices negros, no espera, dame dos duros de rosquillas de chocolate» «¡que iba yo primero!» «Leonarda, dame melampines y el Zipi Zape de esta semana, que luego viene mi padre a pagártelo». Era entonces cuando a doña Leonarda los ojos se le volvían de fuego rojo y se transformaba en Doña Leoparda. Todos retrocedíamos asustados y nos poníamos en fila y de uno en uno empezábamos otra vez con nuestra retahíla, pero ya más calmaditos.

Doña Leoparda nos asustaba casi tanto como nos fascinaba. Su cara estaba llena de arrugas pero incluso para unos mocosos como nosotros era evidente que había sido muy guapa. Su cuerpo estaba envuelto en un informe abrigo gris, tan viejo como ella pero oliendo a flores siempre. Por eso, todos, cansados de correr por la plaza, nos sentábamos en un banco a eso de las ocho esperando que doña Leoparda cerrara el kiosco y se viniera con nosotros a contarnos sus historias.

Doña Leonarda no siempre fue doña Leonarda, hubo una época, muy lejana, en la que sólo fue Leo, una pollita de quince años, con un cuerpecito lleno de curvas y una cara perfecta. Chicos y hombres la seguían por la calle cuando iba al taller de costura donde era aprendiza. Pero ella fingía no darse cuenta. No quería nada con ellos. Los de su edad le parecían tontos y los mayores no le gustaban. Sólo quería aprender a coser trajes maravillosos. Pero ya llevaba tres años dándole a la máquina de coser y la oficiala no le dejaba más que rematar ojales, coser dobladillos y bordar puños. Ella quería hacer sus propios vestidos pero no la dejaban. Sólo una vez le permitieron hacer el vestido de la hija de una clienta. Tenía que ser un vestido especial porque con él iba a celebrar su octavo cumpleaños. A Leo casi le da un pasmo con el encargo y se propuso hacer el más maravilloso vestido. Y lo hizo, pero al probárselo a la niña, ya tan cursi como su madre, la dueña del taller cerró los ojos por no matar a Leo. No había ni un lazo, ni una puntilla, ni un volante. Ni siquiera era rosa, como la niña había exigido, sino de un blanco sucio, con extraños e inquietantes pájaros bordados con hilo azul turquesa. El vestido era precioso, pero a nadie gustó. Ese fue el final de Leo como diseñadora.

Sin un futuro, Leo vagó durante unos años de ciudad en ciudad, sirviendo en casa de gente rica, de planchadora en hoteles de lujo, haciendo pan en una pastelería feísima… Estaba tan harta que un día empezó a andar sin rumbo y llegó a un descampado en el que estaban instalando un carrusel con sus caballitos, un artefacto extrañísimo y enorme que daba vueltas con unas cestas colgando y un circo. Como hipnotizada se fue acercando lentamente hacia la abertura de la gran lona roja y blanca y entró por primera vez en lo que a partir de ese momento, y sin que ella lo supiera, iba a ser su casa. Pidió trabajo a un extraño personaje vestido con una camisa y un pantalón dorados y la cara embadurnada de polvos blancos mezclados con sudor de hombre trabajador.No tenía ni idea de trapecios, camas elásticas, animales salvajes o mujeres barbudas, pero sabía coser y el hombre dorado la contrató como costurera. Leo empezó arreglando los trajes de los artistas y acabó diseñando los más bellos trajes de circo que jamás se hubieran visto.

El circo creció en fama y Leo se convirtió en Leonarda por obra y gracia de su matrimonio con el hombre dorado. Fueron años felices entre leones, payasos, telas brillantes y abalorios de colores. Pero un día murió su marido y el circo agonizó. Empezó la desbandada y Leonarda volvió a su vieja ciudad y, comprando un kiosco con lo poco que le quedó del circo, se convirtió en doña Leonarda, nuestra doña Leoparda.

Con el paso de los años, todos crecimos y nos fuimos marchando de la ciudad. Pero yo siempre volvía al kiosko de doña Leoparda a comprar jamones rosas. Y la esperaba a las ocho en el banco de plaza a seguir escuchando las viejas historias tantas veces oídas. Y un día, no pude comprar jamones. El kiosko estaba cerrado. Doña Leonarda había muerto, pero yo llevaba en la mano una llave oxidada que un mes antes me había llegado por correo a casa. Supe que era la llave del kiosko y entré sin dudar en él. A la tenue luz de un atardecer de abril vi, apilados por todas partes, infinidad de vestidos de todas las épocas, de todos los colores, con telas brillantes y bordados maravillosos. Doña Leonarda me había dejado todos los diseños que a lo largo de su vida hizo para nadie, para todos, para mí.

FIN

C/San Mateo, Salamanca

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