Vinieron en bandada, los aclamados por «guapos y listos»: famosos, famosillos, y hasta superhéroes.
El barrio no era para tanto, aunque últimamente había crecido de manera tan inesperada como apabullante. Cosas de las modas y los dineros.
Las calles, incluida la mía, se habían convertido en pasarelas llenas de fotógrafos y fans a la caza, donde aparcar ya era cosa de sabios.
La cafetería-cervecería de abajo de casa había mutado a garito snob de nueva generación, en el que ahora un café con leche te costaba cinco euros en la barra, y seis en la terraza; eso sí, antes bajo los árboles del jardín, ahora terraza acristalada y con gorila a la puerta; y eso también: en tacita de remarca. No podía ser menos.
C/ PEDRO III EL GRANDE
Y los terrenos yermos de alrededor habían medrado a lo alto y ancho, amontonándose en guaridas de ladrillo y cristal; para acabar eclipsando las nubes de fuego de los días de viento –las mismas que antes podía ver desde mi ventana–, y orquestando el sinuoso baile de las noches con los días –ahora siempre en sombra–.
«Te, te, te, te ,te ,te…: demasiado lirismo»…
Cuando lo realmente duro, es que se hayan ido Ellos.
Cierto que es ley de vida, y cierto que llevo tiempo intentando auto-corregir mi pesar, pero más cierto aún que mis esfuerzos han sido ingratos.
Porque el tiempo no pasa baldío: los bebés se hicieron niños, los niños adolescentes, y los adolescentes jóvenes que luego pasaron a ser adultos y que organizaron sus vidas y que volaron.
Y suerte.
Recuerdo sus primeras patadas al balón contra la valla de la acera de enfrente, y lo experto en fútbol que llegué a ser…, y eso que nunca me gustó. También recuerdo los cientos de kilómetros que haría, calle arriba y calle abajo, detrás de la bicicleta de cuatro ruedas; y mi miedo cuando con dos ya iban solos: «No te alejes mucho». «No corras». «Frena cuando vayas a cruzar». «Deberíais llevar casco». «¿Te has hecho mucho daño?.. eso no es nada»…
Y recuerdo las batallas por que se acabaran la merienda, mientras, sentado en el banco intentando leer, ellos corrían de un lado a otro aparentemente sin orden ni concierto; y los sollozos cuando más de una vez vinieron con el bocadillo lleno de tierra. Recuerdo sus primeras raquetas, y los partidos de tenis en medio de la calle entre el paso de un coche y otro; y sus primeros patines, y los porrazos, y…
También recuerdo las peleas de niños, en el parque de niños, y por cosas de niños; que a veces crecían a más que discusiones de padres. Me veo. Y a esos padres, cómo no, que a veces hacían pelearse a los niños, por cosas de padres: «No llores. Y si te pegan, pega». Manda huevos.
Recuerdos, recuerdos, recuerdos…
Sí, la idea de mudarme de este «nuevo» barrio está cobrando cada día mayor fuerza en mí. Ya me pierdo entre sus calles; y ahora soy aún más forastero, si cabe, entre mis convecinos; cada mañana saludan caras diferentes. Y eso, cuando saludan.
Pero mudarme, ¿a dónde?…: A nostalgia city, supongo.
Ni tampoco será, decía, la nostalgia por mis vecinos de toda la vida, los anteriores al boom; al fin y al cabo, poco he llegado a conocerlos en los más de veinte años que llevo aquí; ¿y ganas?… menos que pocas, la verdad. Pero ahora…, ahora ya es la hostia.
Con todo, y: después de tres rupturas sentimentales, nueve o diez coches, menos cuarenta y muchos otoños y otros tantos inviernos, sumados a unas cuantas intervenciones quirúrgicas –que hace pocos años se habrían llevado a cualquiera bajo tierra–, más unos cuantos dolores de rodilla y espalda –con menos pelos en la calva y muchos más en las narices–, y otros tantos cambios de cocina. Y después también de trescientas treinta y tres películas, unos pocos más libros; y de no sé las canciones –aderezadas a veces con sudores fríos, y otras veces ardiendo–. Después, y a pesar, de todo eso y mucho más, aún sigo aquí. Porque era nuestro; nuestro barrio.
Y sí, podría quedarme.
Pero Ellos ya no revolotean por aquí.
Me tengo que ir.
FIN.
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