Se me olvido que te olvidé

Se me olvido que te olvidé

Sonó el despertador, puntual como cada día. Llevaba tiempo despierta aunque permanecía inmóvil en su lado de la cama, cautelosa de pasar desapercibida.

Hoy, jueves, las llaves fueron la chispa del mar de pólvora en el que vivían inmersos. Levanto la manta que cobijaba su presencia dejándola a merced de su primer golpe. Gritaba a la vez que maldecía una y otra vez su presencia, mientras se ponía su funda.

Se marchó. Aquel portazo, era el margen que le daban las agujas del reloj. Sin embargo, ella seguía fiel a su penitencia, era una mártir de su hogar.

Sabía los segundos exactos, que el tardaría en llegar a la esquina de la calle del Olvido , dónde al parecer, era imposible olvidar.

Levantó la vista hacia el frente, sin atreverse a abrir los ojos . La oscuridad no le daba miedo, la luz era una desconocida.

Abrió un ojo cautelosamente y vio su rostro en el espejo que le devolvía una imagen tosca de si misma maquillada por su última muestra de cariño. Al fondo de esta escena, se presentía un día largo, como todos, adornado por una lluvia que rompía en el suelo de piedra con la misma dureza que el bajaba el cinturón.

El vaso de coñac siempre estaba vacío para él y demasiado lleno para ella que no veía nunca el final. Pero sabía que hoy iban a encontrarse como cada día a su regreso del polígono. Al menos, el trabajo en la cadena de montaje lo retenía unas horas, las mismas que a ella la liberaban.

Ella siempre había destacado por esa mirada transparente que dejaba su alma al descubierto. Quizás por eso ahora la escondía, por temor a que alguien pudiera descubrir su secreto.

Su piel, tenía ese olor a lavanda fresca, aquella que rodeaba el río Sar. Le encantaba ir a lavar las sabanas solo para poder ver como los rallos de sol jugaban con el agua dibujando un arco iris en su mirada.

Sus piernas, aún se mantenían firmes. Su belleza, tan natural que llamaba la atención sin pretenderlo. Esa su esencia que desprendía cada vez que atravesaba el mercado de los jueves. Las flores se escondían avergonzadas ante una hermosura que superaba la suya. No sabía por que, pero ese sitio siempre le había resultado especial. La armonía que envolvía cada rincón de la feria, le regalaba un atisbo de esperanza, aunque solo fuera un día a la semana le bastaba para seguir.

En el armario, había una caja sin desembalar desde que se habían mudado al nuevo barrio. Las había guardado allí porque sabía que no eran de su agrado.

Abrió el otro ojo, pestañeo y se acerco al armario curiosa. Abrió la caja y encontró retales de lo que ella había sido y esbozó una sonrisa, pero pronto recordó que ya no lo era y una mueca de resignación adornó su rostro.

Quería gritar con todas sus fuerzas, pero sus lamentos eran estrellas fugaces bajo la luz de una luna sorda que nacía y moría como el, en la esquina del Olvido. Parecía que el destino se burlaba al elegir su nueva morada. Tal vez fuese una señal de lo que este le auguraba, pensaba ensimismada, el Olvido.

Realmente no era ese barrio el culpable de ello, ella ya lo conocía antes de llegar, la había acompañado todos estos años en cada dirección. Apenas se acordaba del sonido de su propia voz. Llevaba años siendo espectadora del mismo monólogo cruel que solo cambiaba de escenarios.

Dentro de la caja vio el vestido rojo, le encantaba, lo había estrenado en aquellas fiesta medievales del barrio de Sar en las que había sido la reina por una vez.

Si lo dejaba en el mismo sitio, el no tenía porque enterarse. Llevaba diez años de feliz matrimonio sin ponérselo y le quedaba como el primer día. En ella cualquier trapo parecía alta costura, tenía ese algo tan especial que podía hacer de lo más vulgar algo extraordinario. Siempre lo acompañaba de aquel tono carmín, debería estar allí.

No pudo resistirse a dejar que aquel lápiz diera color al preludio de su sonrisa. Se dio cuenta entonces de que fue justo allí, en el mismo barrio en el que hoy habitaba, que no vivía, donde se lo había puesto por ultima vez. Había trabajado justo en la taberna del barrio que quedaba pasando el puente. Conocía perfectamente sus calles habían sido las guardianas de su alegría pero por algún motivo ahora se olvidaban de tenderle una mínima muestra de compasión.

Dudaba si alzar la vista, temía descubrir una verdad incómoda en aquel inquisidor espejo. Se sentía tonta, ridícula y mantenía la vista en el suelo dilucidando, en complicidad consigo misma, sobre la difícil decisión de alzar la mirada.

Miró hacia atrás temerosa hasta que reunió valor para girar su cabeza hacia el espejo. Emociones y tesoros que guardaba en su memoria recorrieron su ser a la vez que le recordaban lo bien que se sentía cada vez que se arreglaba. Parecía que ni ella ni el barrio habían conseguido olvidarse, ni aún buscando el Olvido.

No sabía la razón pero después de mucho tiempo, en ese momento que para los demás pasaría desapercibido, se sintió especial, sin darse aun cuenta de que lo era y nunca había dejado de serlo, de que nadie podía destruír eso.

De pronto un camión rompió el eco de sus lamentos cada vez más lejanos y se acordó de que era jueves. Se levanto quitándose las legañas y esas gafas de sol que llevaban 10 años de feliz matrimonio impidiéndole ver la luz. Se calzó unos tacones, cogió su bolso y se levantó, decidida a bajar al bar, al de siempre, al lado del puente.

Dejó las llaves donde siempre, donde el quería encontrarlas y a la vez que la puerta se cerraba saludaba a esa luz que ya no le daba miedo y se prometía que la próxima vez que una mano rozase su cara sería para acariciarla.

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