La soledad no me asusta, me es casi olímpica.

Pienso que, generalmente, la sensación de estar solo en el mundo aparece mezclada a un orgulloso sentimiento de superioridad, intrínsecamente unida a un profundo desprecio por el otro, al que se ve sucio, feo, incapaz, ávido, grosero, mezquino. El mundo, a los solitarios, nos parece despreciable aunque comprendemos que también formamos parte de él; en esos momentos nos invade una furia de aniquilación y nos dejamos acariciar por la tentación del suicidio, excitamos nuestra vanidad en la creación artística, nos emborrachamos o buscamos a las prostitutas, anhelando la satisfacción en probar de nuestra propia bajeza y en verificar que no somos mejores que los sucios monstruos que nos rodean.

La vida aparece, a la luz de este razonamiento, como una larga pesadilla de la que, sin embargo, uno puede liberarse a través de una decidida venganza sobre lo cotidiano, que sería, así, una suerte de despertar en la aceptación de que la vida solo consiste en construir futuros recuerdos sin dotar de importancia significativa, mucho menos de transcendencia, a los modos o formas en las que se culminen los sí determinantes sucesos que alimentarán el imaginario del mañana.

Es reconfortante y liberador transformarse en bestia cuando se vive en la certeza de que nada está en armonía, de que la generalidad de los humanos solo abrazan a ciegas lo que se les pone delante, con el requisito único de que sirva para anestesiar el amargo trasiego hacia la muerte. La amplitud de gama en la oferta facilita el acomodo de los diferentes tipos de minusvalías en el talento, a una u otra opción: comunismo, comida natural, surfing, hipnotismo, paseos en bicicleta, orgías, la India, vegetarianismo, conducir, yoga, copular, beber, andar por ahí, Buda, Beethoven, apostar, Cristo, viajes en jet, hierbas, Nueva York, zumo de zanahorias… o, como es mi caso, el regusto que da “el joder por joder”

Cuando, planchado en el catre, me invaden estas fantasmagorías sicológicas y la lectura no sirve como remedio, indago en mi interior y recuerdo que, profundamente, no me parece bien estar solo, en pocas ocasiones me siento mal o alienado, pero nunca me parece bien. Entonces interpelo a mi cerebro y me digo sin decir: eres Eisseman, eres grande, eres una bestia parda. Y me tiro a la calle, donde soy, porque así lo siento, un rey con millones de siervos a su servicio.

De compras en una panadería ecológica, la dependienta charla con una clienta habitual, el Mercado Ecológico, que los sábados se celebra con éxito creciente en la plaza, muy cerca de la panadería que visito, puede cambiar su ubicación a otro barrio de la ciudad, muy alejado. Los motivos son el aumento de hortelanos y artesanos ecológicos que se ofrecen para participar y que buscan un lugar en el que ofrecer sus productos. La cliente de la panadería se lamentaba con amargura de la imposibilidad de comprar, si el traslado termina por producirse, alimentos cultivados en las mejores condiciones y con los ingredientes más naturales, cerca de su casa; la distancia entre la nueva localización y su barrio suponían un perjuicio que ella consideraba fatal, a juzgar por el rictus avinagrado de su cara y los reiterados bastonazos en el suelo que acompañaban sus quejas.

Si dijera que esta mujer despertó en mí algún tipo de sentimiento o sensación favorable, mentiría. Su sufrimiento, como el del resto de los mortales, me interesa de la misma forma que me interesa el nombre de quien inventó la horchata; nada. Y aún más me conviene un grado mayor en la desgracia de los otros, cuanto mayor beneficio pueda yo obtener. Que nadie se sorprenda; soy Eisseman.

Mientras me agencio una mermelada de arándanos que tengo intención de utilizar como relleno de una barra de pan francés, un resplandor neuronal explota; si el mercadillo actual da servicio a miles de ciudadanos de la zona norte y existe un número creciente de hortelanos que querrían ofrecer sus productos, parece lógico que haya mercadillo ecológico en los dos emplazamientos. Así que pago el pan y una docena de huevos ecológicos, aconsejo a la abuela que, si cae enferma y debe de ser ingresada en el hospital, no olvide llevarse sus joyas pues, tal y como está el mundo de inseguro, cuando mejore y regrese a su casa puede que no las encuentre, tal y como está el mundo de inseguro, insisto. » Créame abuelita, yo trabajo en el hostpital y es un lugar seguro». No me sorprendo de mi generosidad pues es falsa y es, también, parte de la forma de entender la vida en movimiento y de esperar que de la energía producida pueda yo obtener algún tipo de rendimiento, presente o futuro; esas joyas podrían ser mías algún día. Me dirijo al Ayuntamiento para transmitirles el fruto de mi sagacidad. El Ayuntamiento estaba cerrado. Contrariado, abro la bolsa y comienzo a lanzar huevos ecológicos. Hasta ocho pude enviarles, suficientes como para dejarles una «bonita» fachada, antes de que un guardia gordito, porra en mano, se lance a perseguirme mientras me insulta y amenaza con cortarme los huevos… Para despistarle -nadie sabe mejor que yo deshacerse de los policías mediocres- entro en la frutería de un joven paquistaní. Allí están dos mujeres vestidas de carnaval; grandes y negras, africanas, desocupadas, cada una con su carrito de bebé, charlando de sus cosas ante el frutero que las escucha sin inmutarse.

– Mira niña, lo digo yo, si tu dar al marido de esto en la comida -dice una de ellas mientras levanta triunfante, frente a su amiga, el hermoso boniato que ha cogido del mostrador-, tu marido, el viernes…! Muy muy fuerte!…; sábado… ! Muy muy fuerte!; domingo… ! Muy muy fuerte!… lunes …. ! A trabajar!

Nos reímos todos,excepto el paquistaní. Por una cuestión religiosa, creo.

Duermo gozoso en la seguridad de que mis actos son los que son, sin que puedan ser otros.

Eisseman.

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