La tarde se despeñaba en un sol oblicuo sobre las lajas del patio y se escuchaba un viento, como un susurro quizás, y en el aire, se podía percibir una bruma que se escapaba de las tazas de té. Saltò veloz y se acomodó entre las piernas de su dueña. Amanda charlaba animosamente con otras dos amigas, vecinas del mismo predio. Casi derramó el té cuando les recordó que hacía diez años, ese mismo día, había muerto aquella chiquilla de 7 años. Julia se sorprendió…. es cierto, ya tanto tiempo… y Amanda miró de reojo a Sonia, esperando que dijera algo, una revelación, una verdad quizás. Hasta el gato la observó.

-Mejor pasemos a otro tema -arrojó una de ellas sobre la mesa como buscando que alguien dijera no al fin.

-Yo nunca supe nada…esa muerte… ¡qué misterio! Sólo estuve en el velorio.

-Vos, Amanda, eras amiga de la madre de la nena. ¿Y nunca te dijo nada? -le increpó con dureza, Julia.

Una niña callada, muy pulcra y gesto triste; parecía navegar en un eterno sopor. Y un día, como de la nada, la noticia de que había fallecido. El rumor corrió lento como un agua estancada que no termina de encontrar su cauce. Poco a poco, los vecinos iban preguntando, callando. Entre los recovecos de las calles y las casas andaba la noticia.

-No, nunca… ¡y por qué tendría que haberme contado nada! Me dio el gato, era la mascota de su hija.

El gato volvió a mirarla.

-Estaba enferma, creo- musitó Julia.

-¿De qué? -preguntó Amanda, alarmada.

Quedaron hundidas en un profundo desconcierto. Intentaron pensar pero no pudieron. Alguien había dicho que una enfermedad congénita.

-Para mí, el enfermo era el tío -replicó con pasmosa seguridad, Sonia.

Las otras dos se le aproximaron desde una zumbante intuiciòn. Sonia se sintiò descubierta y ensayò una justificaciòn; habìa olvidado que el tìo de la pequeña habìa sido, por aquel entonces, novio de Amanda y que justamente, despuès de la muerte de la sobrina, finalizò el noviazgo y se mudò a otro barrio. La palidez de Amanda contrastò con el repentino rubor de Sonia.

-¿qué estàs insinuando?- Le dijo Amanda, casi en un susurro.

-Y…..es raro, rarìsimo….muere la criatura, a vos te deja y se muda de repente ¿asì nomàs?

El gato se tendiò sobre la mesa, deleitado con el suave calor del sol pueblerino.

-¿Y entonces? –insistiò Amanda, al borde de la inefable angustia.

Julia experimentò un quiebre de vidrios y tratò de tender un puente.

-Chicas….perdòn, apenas tenìamos veinte años en aquel momento; nada podìamos saber, menos ahora; ni siquiera hubo una autopsia. Nadie vio nada, la encontraron muerta al pie de la escalera…parece que se cayò y se desnucò. Creo que el Doctor Gutierrez certificò traumatismo de cràneo… o algo asì. Basta. Caso cerrado. Suficiente.

De pronto, sorprendentemente, el gato se levantò, arqueò el lomo y emitiò un siseo agudo como una urgente defensa ante el ataque de otro animal. Las mujeres, sobresaltadas, clavaron la vista en èl; pero Amanda no renunciò a la pregunta que habìa quedado pendiente y volviò su rostro, màs rìgido y admonitorio que nunca, hacia el de Sonia. La tarde se tensaba en una mueca interminable. Sonia optò por darle la razòn a Julia. Amanda quedò presa de una suerte de ensoñaciòn: en su cabeza, revoloteaban fragmentos de versiones que habían circulado en el mercado, en la plaza o donde sea que se encontraran dos o tres vecinos. Aquella muerte era una escena teatral inconclusa a la que, sin embargo, nadie se animaba a terminar de escribir aùn diez años despuès. Un volàtil velo habìa quedado flotando a partir de aquel instante sobre el pueblo, devorado por la cotidianidad, pero no por el olvido.

El gato estuvo allì. Estuvo en los rincones, entre los muebles, en los silencios de las penumbras, en la chicharra de las siestas, en los amaneceres frìos. Y tambièn el dìa en que la niña, es cierto, cayò de la escalera màs alta del antiguo caseròn de la cuadra, despuès que la mano del tìo intentara tomarla para evitar el accidente, y aùn antes cuando, estando el hombre y la pequeña solos, esa misma mano se deslizò furtivamente entre las delgadas piernecitas de Àgueda, que asì se llamaba.

Julia sirviò otro tè, como quien hace las paces. El gato saltò sobre el regazo de Amanda y se acomodò buscando el calor de la falda. Maullò divertido, somnoliento. Amanda, dulcemente, comenzò a acariciarlo. El sol se dormìa ya sobre la ancha vereda de tilos. Era la hora del Angelus, la que invitaba a las vecinas a salir de sus casas, quizàs con un mate en mano o con la excusa de barrer las hojas; la hora en que los chicos de la cuadra pedían un rato màs para seguir jugando en la calle; cuando ya empezaba a sentirse, como una bendiciòn, el aroma de la comida casera; la hora de la última misa de aletargadas campanadas.

El gato, sesgada sombra, ya se deslizaba por los tejados de otras casas, buscando màs historias.

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